Ilusiones


"No existe ningún problema que no te aporte simultáneamente un don.
Busca los problemas porque necesitas sus dones."

"Justifica tus limitaciones y ciertamente las tendras"

Richard Bach - Ilusiones

martes, 8 de diciembre de 2020

LAS TRIBULACIONES DE LA PASIÓN MÁGICA




En la época en el rey Arturo tenía su corte en Camelot, su inquieta reina, Ginebra, acostumbraba coquetear con los jóvenes caballeros de su ejército. Pero un noble llamado Launfal resistió a las lisonjas de la hermosa dama, a pesar de arriesgar su vida al desdeñarla. El noble había entregado su corazón a un hada que había encontrado en el bosque, en una época en que había caído en desgracia en la corte.


Él encuentro se produjo de este modo. Un día de San Juan, solo y melancólico, Launfal cabalgó hasta la profundidad del bosque y cuando por fin desmontó, se tumbó sobre la verde loma y cerró los ojos bajo los rayos del sol. Al cabo de un rato, lo despertó el murmullo de unas dulces voces. No muy lejos había dos doncellas de dorados cabellos, que le hicieron señales. Se puso en pie y las siguió por entre los árboles hasta llegar a un claro cubierto de flores silvestres, donde vio una tienda de seda bordada, adornada con rosas doradas y rematada por un águila de oro. Cobijaba a una doncella tan radiante que todo recuerdo de la belleza mortal se borró de su mente.





Ella lo saludó cortésmente y le dio la mano y, con este simple contacto, el amor surgió entre ambos. Launfal le pidió que se quedara para siempre con él, pero esto no era posible, él era mortal y ella un hada. Sin embargo, le explicó que podría aparecer siempre que él lo deseara, aunque bajo ciertas condiciones; jamás debía mencionar su existencia (lo que no era ninguna nadería, en unos tiempos en que los nobles dedicaban cada hazaña a una dama), y no debía llamarla a su lado cuando otros mortales estuvieran presentes. Si se daba a conocer su existencia, ella se marcharía para siempre a sus lejanos dominios. Muy apropiadamente, su nombre era Tryamour, que significa "prueba de amor".


Launfal aceptó sin dudar sus condiciones, y toda aquella larga tarde estuvieron juntos en el soleado claro. Cuando el noble volvió a la corte de Camelot, parecía un hombre diferente. Lujosamente vestido, bien armado y montando un magnífico corcel.


Se encerraba a solas en su aposentos por la noche, que era cuando su amada Tryamour iba a verlo; y durante el día resplandecía de felicidad. Esto no pasó inadvertido a la reina, cuyos ojos grises se posaban en él pensativos de vez en cuando. No quiso hacer comentarios, pero un buen día hizo llamar a Launfal.


El noble encontró a la reina en un sombrío jardín del palacio circundado por altos muros. La dama fue directa al grano: Launfal se había convertido en una obsesión para ella; deseaba que fuera su amante. Imposible, el caballero rehusó con toda la cortesía posible.





-¡No eres digno del amor de una mujer! -le gritó la soberana.

-Majestad -dijo Launfal-, tengo el amor de una dama cuya doncella más humilde os supera en belleza.


Era un insulto, desde luego, pero también algo peor. Launfal había revelado la existencia de su amante y. por lo tanto, cerrado la puerta entre el mundo mortal y el País de las Hadas. Sacudiendo las enjoyadas trenzas y dejando un reguero de amenazas, Ginebra abandonó el jardín. Launfal se encerró en su habitación y lloró, había traicionado a Tryamour. Cuando la llamó, no recibió respuesta alguna.


Al poco rato, unos fuertes golpes resonaron en su puerta. El noble fue atado y conducido ante el rey Arturo, por motivos que no tardó en saber. Ginebra había contado al monarca que su caballero había intentado seducirla y que, ante su negativa, la había insultado con la belleza de su amante.


El castigo para la doble infracción era la muerte. Pero los caballeros de Arturo se mostraron indecisos al oír el relato de la reina, ya que sus costumbres amatorias eran bien conocidas por todos. Apoyaron a Launfal y finalmente sólo se le pidió que presentara a su amante en plazo de un año, para que todos pudieran comparar su belleza con la de la reina. Esto, claro está, Launfal no podía hacerlo. Así pues, llegado el día se encontró en el patio del palacio, con la cabeza inclinada y los brazos atados, esperando morir en la hoguera.


Pero antes de que encendieran el fuego, una brisa fresca, cargada con el aroma de las flores silvestres, rompió la sofocante quietud. Por la puerta del castillo, sobre un hermoso caballo blanco apareción Tryamour. Sus cabellos eran una aureola dorada, tenía la mejillas levemente sonrojadas y su cuerpo era vivaz y centelleante con un rayo de sol. Dedicó una sonrisa a Launfal y, sin una palabra, se volvió hacia el rey y su corte. Todos callaron.






-Si eres la dama de Launfal -dijo por fin el monarca-, nadie puede negar que dijo la verdad y por tanto queda en libertad.


Los caballeros desataron a su camarada, y éste, sin volver la mirada atrás, cruzó el patio hasta su amada, la doncella del País de las Hadas y montó de un salto detrás de ella sobre la grupa de blanco corcel. Launfal y Tryamour atravesaron juntos las puertas del castillo y penetraron en el prado situado más allá, perdiéndose en la distancia hasta desaparecer por completo.


Nadie volvió a ver Tryamour. Se decía que había conducido a su amado al otro lado de las agua a vivir en la isla mágica de Avalon, de la que ella nunca pudo regresar. Pero Launfal reaparecía en los bosques cercanos a Camelot una vez al año en la víspera del día de su marcha. 


En la tenue luz del crepúsculo, una figura espectral, montada  en un espléndido corcel, cabalgaba sola, como una sombra y mostrando una pequeña añoranza en el rostro recordando el mundo mortal que había abandonado.










 



CAMELOT - GLORIA Y CAÍDA - 3.

... 


L a reivindicación no fue bien recibida en todas partes, ya que los nobles de Inglaterra no deseaban ser gobernados por un desconocido. Pero tenían la palabra del hechicero de que Arturo era el legítimo monarca, y lo que era más importante, la evidencia de la espada y la del hombre mismo: por las venas de Arturo corría sangre de reyes, y se le había educado para ocupar una posición elevada. Así pues, en el plazo de un año fue coronado y los príncipes del país hubieron de doblar la rodilla ante él. Aquellos que, años atrás, habían amado a Uther - Baudwin de  Inglaterra, Ulfin, Brastias, Leodegan de Camelerd, Pellinore de las Islas -  asistieron  de buena gana, llevando sus ejércitos. Mucho más, no obstante, eran enemigos secretos que aguardaban la ocasión para hacerse con el trono. El principal de ellos era Lot, que rumiaba allá en el norte, en sus islas azotadas por el viento.


El primer ataque lo realizó el año siguiente a la coronación, cuando Arturo celebraba audiencia en la fortaleza de Caerleon en Gales. Lot fue a aquella reunión con los aliados que había obtenido: Urien de Gorre, Nentres de Garlot, el rey de Escocia y el rey de Carados. Cuando el mensajeo de Arturo les dio la bienvenida, respodieron, tal y como hicieron constar los historiadores, que "era una vergüenza para todos ellos que un muchacho gobernara tan noble reino".


La primera respuesta provino de Merlín. Apareció una noche; primera una sombra y luego un hombre de carne y hueso; en la fogata alrededor de la cual se habían reunido los reyes rebeldes. El hacedor de reyes, ahora al servicio del monarca que había coronado, los estudió a todos con mirada glacial.

- Sería mejor que abandonaseis esta locura, caballeros. No venceríais ni que fuerais diez veces más.

Urien, súbitamente asustado, se santiguó. Lot escupió a los pies de Merlín.

- ¿Hemos de prestar atención a un descifrador de sueños? - replicó y se echó a reír.

Pero el hechicero ya había vuelto a desaparecer entre las llamas.


A la mañana siguiente, Arturo cayó sobre el campamento con su caballería. coronas de oro resplandecían sobre su escudo y una espada mortífera brillaba en sus manos; no eral la espada de ceremonia que lo había hecho rey, sino un arma forjada por los elfos, la espada Caliburn, extraída de un lago por la magia de Merlín. Ningún enemigo podía oponerse a ella. Es más, incluso su funda era mágica: el sólo roce de su vaina, murmuraban los guerreros, podía curar la herida más grave. No era espada para seres mortales, decían.



Durante la batalla que siguió, el rey se mantuvo siempre a la cabeza y la fabulosa espada no dejó de matar. La infantería de  Lot fue pisoteada; los reyes rebeldes y sus cabal leros mantuvieron la formación, pero la furia salvaje del Supremo Monarca los obligaba a retroceder continuamente. Finalmente, dieron media vuelta y huyeron.

Arturo los persiguió... pero mucho después. Aguardó durante meses, sopesando los informes que llegaban desde territorio escocés, informes de una reunión de once ejércitos bajo las órdenes de Lot, una hueste que barrería Inglaterra para derribar al Móonarca.



 P ero, antes de que Lot actuara, Arturo se puso en marcha. Todos sus efectivos avanzaron por el sendero del norte: caballeros y escuderos, soldados de a pie, mulas de carga, carretas de provisiones, armeros, cirujanos y mujeres rezagadas. Cruzaron un territorio profusamente arbolado y a todo lo largo de los márgenes del sendero los árboles de agitaban y crujían, como ofreciendo un débil eco al golpeteo y tintineo de los arneses, al chirriar de las ruedas de los carros, al chasquido de los arcos y al ruido de las pisadas. Pero no eran ecos. Merlín había suscrito una alianza con Ban de Benwic y Bors de la Galia; había arrojado un manto de invisibilidad sobre los ejércitos franceses y él mismo conducía al norte, a través del bosque; una tropa fantasma que flanqueaba a los hombres del monarca.


Este ejército espectral fue el que finalmente cambió el rumbo de la batalla a favor de Arturo. Ban y Bors no podían por su honor esconderse bajo la invisibilidad; no obstante, si podían permanecer emboscados de modo que las tropas de Lot avanzaran, incitadas por el aparentemente pequeño ejército de Arturo. Y eso es lo que sucedió. Los dos bandos se enfrentaron en un campo que limitaba con el bosque de Bedegraine, muy cerca de un río que marcaba la frontera con Escocia. Allí, Arturo y sus caballeros esperaron, inmóviles como rocas sobre los poderosos corceles, las lanzas apoyadas en los muslos. Y entonces la fría mano de la muerte cayó sobre hombres y bestias con tal desenfreno que, según cuentan, los caballeros no tardaron een quedar cubiertos de sangre hasta los espolones y el emblema del escudo de Arturo desapareció bajo la sangre que lo salpicaba. Cuando el combate era más encarnizado, Ban, Bors y sus ejércitos salieron de entre los árboles, Lot y sus hombres se detuvieron al ver estas tropas, dirigidas por dos monarcas que eran considerados los mejores guerreros del mundo. Se acobardaron y, dando trarspiés por entre los cuerpos destrozados y los charcos de sangre, abandonaron el campo de batalla.


Arturo siguió adelante, flanqueado por sus heraldos, con Bors y Ban, justo detrás. Dse pronto los caballos de setuvieron y quedaron inmóviles, sudoroseos y temblorosos. Ninguna espuela podía moverlos. Merlín estaba de pie en medio del terreneo. 

-Ya ha habido suficientes muertes - anunció-. Habéis matado las tres cuartas partes duee sus hombres. No vais a seguir; ya tendréis otra oportunidad. Y hay enemigos en las costas del norte. Lot tendrá que asegurar su retaguardia antes de amenazar los reinos ingleses.

 

Merlín no dijo nada más, pero todos los que lo escucharon comprendieron que stenía razón. El Supremo Monarca se retiró a sus propias tierras, y los reyes a su mando se dispersaron hacia sus territorios, todos excepto Bors y Ban, sus aliados del otro lado del mar.


Los reyes Bors de la Galia y  Ban de Benwic
(Walter F. Enright)


Los tres soberanos fueron a la fortaleza de Arturo, llamada igual que el bosque que la rodeaba, Bedegraine, donde los esperaban mensajeros de su aliado Leodegran de Camelerd, en el sudoeste de Inglaterra, cerca de Cornualles. Merlín permaneció junto al Monarca mientras los emisarios hablaban atropelladamente de los enemigos de Leodegran, gentes que intentaban acabar con su reino. El hechicero observó a los hombres con atención y luego frunció el ceño.

-Señor -dijo Merlín, que siempre pudo ver lo que le sucedería a Arturo-, no vayáis a Leodegran.

-Hechicero, no intentéis retenerme. Loedegran fue vasallo de mi padre y es también mi aliado -respondió el rey, y abandonó la sala.


Así pues, el Monarca marchó hacia el sur en otoño, a través de los prados inundados y las marismas del llamado País del Verano, hogar de gentes que vivían en pequeñas y móviles aldeas lacuestres* y utilizaban botes hechos de cuero en lugar de caballos. Estas gentes eran los aislados supervivientes de una raza anterior; su metal era el bronce, no el hierro y adoraban a antiguos dioses desconocidos para Arturo y sus hombres. Éstos pasaron junto a la elevada colina gobernada por Melwas, un príncipe que se sabía tenía tratos con los antiguos; la colina estaba cubierta de manzanos repletos de rojos frutos, pero ningún mortal se atrevía a tocarlos. Eran el alimento de las hadas, dijeron los soldados.


El ejército de Arturo descendió hasta la costa, y luego siguió por la orilla hasta la fortaleza de Leodegran. Luchó como un león por Leodegran, y venció. Los cronistas cuentan que murieron centenares de hombres en la batalla.


Sin embargo no fue la victoria la recompensa de Camelerd. Trás la batalla, cuando el Monarca celebraba un banquete en la sala de su vasallo, la rueda de su destino comenzó a girar. La sala tenía las paredes muy altas, cubiertos de hermosos tapices, y largas mesas la bordeaban. La mesa del señor del castillos era enorme y redonda, no como las utilizadas por otros reyes. Los recipientes que la adornaban eran de cristal y oro, y reflejaban la luz de las antorchas y el fuego de la chimenea.


Y  la doncella que sirvió el vino a Arturo también reflejaba la luz. Era una muchacha alta; llevaba los cabellos sueltos y sin adornos a excepción de un aro de princesa, sus cabellos tenían el tono castaño de las hojas en otoño, con toques de dorado gracias al sol. Mantenía la vista baja como correspondía a una doncella, su pestañas proyectaban sombras sobre su rostro. La túnica que llevaba era blanca y la manos que sostenían el cuerno de la bebida eran largas y pálidas; toda ella olía a flores.


Arturo no era un novato en cuestión de mujeres, al ser un guerrero de oro sin rival en el campo de batalla, disfrutaba de la admiración de aquellas. Tenía ya un hijo con la hija de un caballero llamada Lionors, por la que se había sentido atraído en cierta ocasión. Pero esta mujer desde luego no era el simple retoño de un caballero; lejos de demostrar admiración, ni siquiera lo había mirado ni le había hablado. Se sintió fascinado.


Leodegran, sentado junto a él, captó su mirada y dijo:

-Ésa es mi hija, majetad.

-Una noble doncella -respondió el rey. Se volvió para hablar con ella, pero la muchacha había desaparecido de la sala.

-Se llama Ginebra -añadió Leodegran, y enseguida llevó la conversación a otras cuestiones.


Arturo no volvió a ver a la hija del noble hasta el día en que abandonó la fortaleza. Mientras montaba, un movimiento llamó su atención. Con la veloz reacción del guerrero, se volvió sobre la silla. La doncella estaba en la ventana de una torre baja de piedra contemplándolo solemne. Él alzó una mano en señal de despedida; luego se alejó.



Desde una ventana elevada observaba Ginebra, hija de Leodegran de Camelerd, 
una princesa digna de ser reina. 
Arturo la vio y su imagen quedó grabada en su memoria



*Lacustre, en ecología, es el ambiente de un lago. En sedimentología, es el medio sedimentario propio de los lagos y en ictiología, describe una población de peces que completan su parte del ciclo de vida dentro de lagos.


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