Ilusiones


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jueves, 27 de octubre de 2022

LA LEYENDA DE LA FLOR BLUEBONNET

UNA ANTIGUA LEYENDA DE TEXAS


Los comanches más ancianos cuentan que hubo un tiempo lejano en que el Gran Espíritu se enfadó con su pueblo. Sufrieron una terrible inundación, que fue seguida de una gran sequía. Los campos secos no producían alimentos, los guerreros estaban tan débiles que no tenían fuerzas para salir a cazar búfalos. La comida escaseó y las gentes de las tribus de Texas empezaron a morir.


Tocaron tambores, bailaron danzas, entonaron canciones y rezos pidiendo la lluvia. Pero sus ruegos no fueron escuchados. Los veranos fueron tan ardientes que terminaron de achicharrar los cultivos. Nubes de polvo ahogaban a niños y a ancianos. El invierno los castigó con ventiscas inclementes. Sin agua que beber, murieron tantos que nadie fue capaz de recordar su número. El consejo de ancianos se reunió una noche en torno al fuego. Después de una larga deliberación decidieron enviar al chamán a las montañas para parlamentar con el Gran Espíritu. Tres días después, regresó y contó a su pueblo que éste estaba enojado con ellos por su egoísmo. Sólo había una forma de penar por sus males, y era mediante una ofrenda. Cada uno de ellos debía renunciar a su posesión más estimada. Encenderían una hoguera y esparcirían las cenizas al viento para que su dios se congraciara con ellos.

Hombres y mujeres hicieron lo que se les pedía, renunciaron a sus posesiones más queridas, que ardieron en una enorme hoguera.


En uno de estos poblados vivía una niña de unos siete años, nadie sabía su verdadera edad porque había sido recogida por la familia de un guerrero, ya que todos los suyos habían muerto durante la hambruna. La llamaban La Que Está Sola, aunque en realidad no lo estaba pues todos cuidaban de ella.


La niña poseía muy pocas cosas, su tesoro más preciado era su muñeca. Su abuela la había hecho para ella, vistiendo su cuerpo de piel de búfalo relleno de paja. Había pintado los ojos con zumo de bayas, que alegraban su rostro de cuerno pulido. Tenía unas bonitas trenzas de crin de potrillo, decoradas con las plumas de un pájaro azul. La Que Está Sola amaba aquella muñeca porque era el único recuerdo que le quedaba de sus seres queridos. Abrazarla cuando dormía la unía a su familia, que descansaba en la Tierra de las Cacerías Felices, adonde iban las sombras de todos aquellos que habían muerto.


Aquella noche, lloró mucho, procurando no hacer ruido para no despertar a su familia de adopción. Las lágrimas empapaban su rostro porque sabía lo que tenía que hacer. Con sigilo, salió del tipi y recogió en un cubo unas ascuas de la hoguera de las ofrendas. Subió a la colina y, ayudada por unas ramitas, avivó el fuego. Tomó su preciada muñeca y alzó la voz hacia el cielo:


—Oh, Gran Espíritu. Aquí tienes mi muñeca. Es lo único que tengo y lo que más quiero. Envía la lluvia.


La tiró a la hoguera y se sentó a verla arder. Su corazón triste se confortaba con la idea de la gente que iba a morir si no llegaba la lluvia. Esperó despierta hasta que las brasas se apagaron. Cuando estuvieron frías, cogió dos puñados de cenizas y giró sobre sí misma, esparciéndolas a los cuatro vientos. Era tan pequeña que, rendida como estaba, se quedó dormida sobre la hierba reseca.


Al alba, cuando despertó, La Que Está Sola no podía creer lo que veía: llanuras y laderas, toda la tierra que alcanzaba su vista estaba cubierta de flores del mismo color que las plumas que decoraban el cabello de su muñeca.


La tribu, que ya la buscaba, se alegró al verla llegar y salieron a su encuentro. Ella temía que la riñeran por haberse escabullido en plena noche. Les contó lo que había hecho y todos supieron que aquel manto de flores azules era un regalo del Gran Espíritu, el premio a su sacrificio.


Pronto comenzó a llover, las tribus bailaron felices. Desde aquel día, los comanches la llamaron La Que Ama A Su Pueblo. Y, cada primavera, el Gran Espíritu sigue cubriendo los campos de Texas con millares de bluebonnet para que nunca se olvidara la generosidad de aquella niña.




 
Bluebonnets (Lupinus texensis)

Es una de las flores oficiales del estado de Texas.







martes, 8 de diciembre de 2020

LAS TRIBULACIONES DE LA PASIÓN MÁGICA




En la época en el rey Arturo tenía su corte en Camelot, su inquieta reina, Ginebra, acostumbraba coquetear con los jóvenes caballeros de su ejército. Pero un noble llamado Launfal resistió a las lisonjas de la hermosa dama, a pesar de arriesgar su vida al desdeñarla. El noble había entregado su corazón a un hada que había encontrado en el bosque, en una época en que había caído en desgracia en la corte.


Él encuentro se produjo de este modo. Un día de San Juan, solo y melancólico, Launfal cabalgó hasta la profundidad del bosque y cuando por fin desmontó, se tumbó sobre la verde loma y cerró los ojos bajo los rayos del sol. Al cabo de un rato, lo despertó el murmullo de unas dulces voces. No muy lejos había dos doncellas de dorados cabellos, que le hicieron señales. Se puso en pie y las siguió por entre los árboles hasta llegar a un claro cubierto de flores silvestres, donde vio una tienda de seda bordada, adornada con rosas doradas y rematada por un águila de oro. Cobijaba a una doncella tan radiante que todo recuerdo de la belleza mortal se borró de su mente.





Ella lo saludó cortésmente y le dio la mano y, con este simple contacto, el amor surgió entre ambos. Launfal le pidió que se quedara para siempre con él, pero esto no era posible, él era mortal y ella un hada. Sin embargo, le explicó que podría aparecer siempre que él lo deseara, aunque bajo ciertas condiciones; jamás debía mencionar su existencia (lo que no era ninguna nadería, en unos tiempos en que los nobles dedicaban cada hazaña a una dama), y no debía llamarla a su lado cuando otros mortales estuvieran presentes. Si se daba a conocer su existencia, ella se marcharía para siempre a sus lejanos dominios. Muy apropiadamente, su nombre era Tryamour, que significa "prueba de amor".


Launfal aceptó sin dudar sus condiciones, y toda aquella larga tarde estuvieron juntos en el soleado claro. Cuando el noble volvió a la corte de Camelot, parecía un hombre diferente. Lujosamente vestido, bien armado y montando un magnífico corcel.


Se encerraba a solas en su aposentos por la noche, que era cuando su amada Tryamour iba a verlo; y durante el día resplandecía de felicidad. Esto no pasó inadvertido a la reina, cuyos ojos grises se posaban en él pensativos de vez en cuando. No quiso hacer comentarios, pero un buen día hizo llamar a Launfal.


El noble encontró a la reina en un sombrío jardín del palacio circundado por altos muros. La dama fue directa al grano: Launfal se había convertido en una obsesión para ella; deseaba que fuera su amante. Imposible, el caballero rehusó con toda la cortesía posible.





-¡No eres digno del amor de una mujer! -le gritó la soberana.

-Majestad -dijo Launfal-, tengo el amor de una dama cuya doncella más humilde os supera en belleza.


Era un insulto, desde luego, pero también algo peor. Launfal había revelado la existencia de su amante y. por lo tanto, cerrado la puerta entre el mundo mortal y el País de las Hadas. Sacudiendo las enjoyadas trenzas y dejando un reguero de amenazas, Ginebra abandonó el jardín. Launfal se encerró en su habitación y lloró, había traicionado a Tryamour. Cuando la llamó, no recibió respuesta alguna.


Al poco rato, unos fuertes golpes resonaron en su puerta. El noble fue atado y conducido ante el rey Arturo, por motivos que no tardó en saber. Ginebra había contado al monarca que su caballero había intentado seducirla y que, ante su negativa, la había insultado con la belleza de su amante.


El castigo para la doble infracción era la muerte. Pero los caballeros de Arturo se mostraron indecisos al oír el relato de la reina, ya que sus costumbres amatorias eran bien conocidas por todos. Apoyaron a Launfal y finalmente sólo se le pidió que presentara a su amante en plazo de un año, para que todos pudieran comparar su belleza con la de la reina. Esto, claro está, Launfal no podía hacerlo. Así pues, llegado el día se encontró en el patio del palacio, con la cabeza inclinada y los brazos atados, esperando morir en la hoguera.


Pero antes de que encendieran el fuego, una brisa fresca, cargada con el aroma de las flores silvestres, rompió la sofocante quietud. Por la puerta del castillo, sobre un hermoso caballo blanco apareción Tryamour. Sus cabellos eran una aureola dorada, tenía la mejillas levemente sonrojadas y su cuerpo era vivaz y centelleante con un rayo de sol. Dedicó una sonrisa a Launfal y, sin una palabra, se volvió hacia el rey y su corte. Todos callaron.






-Si eres la dama de Launfal -dijo por fin el monarca-, nadie puede negar que dijo la verdad y por tanto queda en libertad.


Los caballeros desataron a su camarada, y éste, sin volver la mirada atrás, cruzó el patio hasta su amada, la doncella del País de las Hadas y montó de un salto detrás de ella sobre la grupa de blanco corcel. Launfal y Tryamour atravesaron juntos las puertas del castillo y penetraron en el prado situado más allá, perdiéndose en la distancia hasta desaparecer por completo.


Nadie volvió a ver Tryamour. Se decía que había conducido a su amado al otro lado de las agua a vivir en la isla mágica de Avalon, de la que ella nunca pudo regresar. Pero Launfal reaparecía en los bosques cercanos a Camelot una vez al año en la víspera del día de su marcha. 


En la tenue luz del crepúsculo, una figura espectral, montada  en un espléndido corcel, cabalgaba sola, como una sombra y mostrando una pequeña añoranza en el rostro recordando el mundo mortal que había abandonado.










 



CAMELOT - GLORIA Y CAÍDA - 3.

... 


L a reivindicación no fue bien recibida en todas partes, ya que los nobles de Inglaterra no deseaban ser gobernados por un desconocido. Pero tenían la palabra del hechicero de que Arturo era el legítimo monarca, y lo que era más importante, la evidencia de la espada y la del hombre mismo: por las venas de Arturo corría sangre de reyes, y se le había educado para ocupar una posición elevada. Así pues, en el plazo de un año fue coronado y los príncipes del país hubieron de doblar la rodilla ante él. Aquellos que, años atrás, habían amado a Uther - Baudwin de  Inglaterra, Ulfin, Brastias, Leodegan de Camelerd, Pellinore de las Islas -  asistieron  de buena gana, llevando sus ejércitos. Mucho más, no obstante, eran enemigos secretos que aguardaban la ocasión para hacerse con el trono. El principal de ellos era Lot, que rumiaba allá en el norte, en sus islas azotadas por el viento.


El primer ataque lo realizó el año siguiente a la coronación, cuando Arturo celebraba audiencia en la fortaleza de Caerleon en Gales. Lot fue a aquella reunión con los aliados que había obtenido: Urien de Gorre, Nentres de Garlot, el rey de Escocia y el rey de Carados. Cuando el mensajeo de Arturo les dio la bienvenida, respodieron, tal y como hicieron constar los historiadores, que "era una vergüenza para todos ellos que un muchacho gobernara tan noble reino".


La primera respuesta provino de Merlín. Apareció una noche; primera una sombra y luego un hombre de carne y hueso; en la fogata alrededor de la cual se habían reunido los reyes rebeldes. El hacedor de reyes, ahora al servicio del monarca que había coronado, los estudió a todos con mirada glacial.

- Sería mejor que abandonaseis esta locura, caballeros. No venceríais ni que fuerais diez veces más.

Urien, súbitamente asustado, se santiguó. Lot escupió a los pies de Merlín.

- ¿Hemos de prestar atención a un descifrador de sueños? - replicó y se echó a reír.

Pero el hechicero ya había vuelto a desaparecer entre las llamas.


A la mañana siguiente, Arturo cayó sobre el campamento con su caballería. coronas de oro resplandecían sobre su escudo y una espada mortífera brillaba en sus manos; no eral la espada de ceremonia que lo había hecho rey, sino un arma forjada por los elfos, la espada Caliburn, extraída de un lago por la magia de Merlín. Ningún enemigo podía oponerse a ella. Es más, incluso su funda era mágica: el sólo roce de su vaina, murmuraban los guerreros, podía curar la herida más grave. No era espada para seres mortales, decían.



Durante la batalla que siguió, el rey se mantuvo siempre a la cabeza y la fabulosa espada no dejó de matar. La infantería de  Lot fue pisoteada; los reyes rebeldes y sus cabal leros mantuvieron la formación, pero la furia salvaje del Supremo Monarca los obligaba a retroceder continuamente. Finalmente, dieron media vuelta y huyeron.

Arturo los persiguió... pero mucho después. Aguardó durante meses, sopesando los informes que llegaban desde territorio escocés, informes de una reunión de once ejércitos bajo las órdenes de Lot, una hueste que barrería Inglaterra para derribar al Móonarca.



 P ero, antes de que Lot actuara, Arturo se puso en marcha. Todos sus efectivos avanzaron por el sendero del norte: caballeros y escuderos, soldados de a pie, mulas de carga, carretas de provisiones, armeros, cirujanos y mujeres rezagadas. Cruzaron un territorio profusamente arbolado y a todo lo largo de los márgenes del sendero los árboles de agitaban y crujían, como ofreciendo un débil eco al golpeteo y tintineo de los arneses, al chirriar de las ruedas de los carros, al chasquido de los arcos y al ruido de las pisadas. Pero no eran ecos. Merlín había suscrito una alianza con Ban de Benwic y Bors de la Galia; había arrojado un manto de invisibilidad sobre los ejércitos franceses y él mismo conducía al norte, a través del bosque; una tropa fantasma que flanqueaba a los hombres del monarca.


Este ejército espectral fue el que finalmente cambió el rumbo de la batalla a favor de Arturo. Ban y Bors no podían por su honor esconderse bajo la invisibilidad; no obstante, si podían permanecer emboscados de modo que las tropas de Lot avanzaran, incitadas por el aparentemente pequeño ejército de Arturo. Y eso es lo que sucedió. Los dos bandos se enfrentaron en un campo que limitaba con el bosque de Bedegraine, muy cerca de un río que marcaba la frontera con Escocia. Allí, Arturo y sus caballeros esperaron, inmóviles como rocas sobre los poderosos corceles, las lanzas apoyadas en los muslos. Y entonces la fría mano de la muerte cayó sobre hombres y bestias con tal desenfreno que, según cuentan, los caballeros no tardaron een quedar cubiertos de sangre hasta los espolones y el emblema del escudo de Arturo desapareció bajo la sangre que lo salpicaba. Cuando el combate era más encarnizado, Ban, Bors y sus ejércitos salieron de entre los árboles, Lot y sus hombres se detuvieron al ver estas tropas, dirigidas por dos monarcas que eran considerados los mejores guerreros del mundo. Se acobardaron y, dando trarspiés por entre los cuerpos destrozados y los charcos de sangre, abandonaron el campo de batalla.


Arturo siguió adelante, flanqueado por sus heraldos, con Bors y Ban, justo detrás. Dse pronto los caballos de setuvieron y quedaron inmóviles, sudoroseos y temblorosos. Ninguna espuela podía moverlos. Merlín estaba de pie en medio del terreneo. 

-Ya ha habido suficientes muertes - anunció-. Habéis matado las tres cuartas partes duee sus hombres. No vais a seguir; ya tendréis otra oportunidad. Y hay enemigos en las costas del norte. Lot tendrá que asegurar su retaguardia antes de amenazar los reinos ingleses.

 

Merlín no dijo nada más, pero todos los que lo escucharon comprendieron que stenía razón. El Supremo Monarca se retiró a sus propias tierras, y los reyes a su mando se dispersaron hacia sus territorios, todos excepto Bors y Ban, sus aliados del otro lado del mar.


Los reyes Bors de la Galia y  Ban de Benwic
(Walter F. Enright)


Los tres soberanos fueron a la fortaleza de Arturo, llamada igual que el bosque que la rodeaba, Bedegraine, donde los esperaban mensajeros de su aliado Leodegran de Camelerd, en el sudoeste de Inglaterra, cerca de Cornualles. Merlín permaneció junto al Monarca mientras los emisarios hablaban atropelladamente de los enemigos de Leodegran, gentes que intentaban acabar con su reino. El hechicero observó a los hombres con atención y luego frunció el ceño.

-Señor -dijo Merlín, que siempre pudo ver lo que le sucedería a Arturo-, no vayáis a Leodegran.

-Hechicero, no intentéis retenerme. Loedegran fue vasallo de mi padre y es también mi aliado -respondió el rey, y abandonó la sala.


Así pues, el Monarca marchó hacia el sur en otoño, a través de los prados inundados y las marismas del llamado País del Verano, hogar de gentes que vivían en pequeñas y móviles aldeas lacuestres* y utilizaban botes hechos de cuero en lugar de caballos. Estas gentes eran los aislados supervivientes de una raza anterior; su metal era el bronce, no el hierro y adoraban a antiguos dioses desconocidos para Arturo y sus hombres. Éstos pasaron junto a la elevada colina gobernada por Melwas, un príncipe que se sabía tenía tratos con los antiguos; la colina estaba cubierta de manzanos repletos de rojos frutos, pero ningún mortal se atrevía a tocarlos. Eran el alimento de las hadas, dijeron los soldados.


El ejército de Arturo descendió hasta la costa, y luego siguió por la orilla hasta la fortaleza de Leodegran. Luchó como un león por Leodegran, y venció. Los cronistas cuentan que murieron centenares de hombres en la batalla.


Sin embargo no fue la victoria la recompensa de Camelerd. Trás la batalla, cuando el Monarca celebraba un banquete en la sala de su vasallo, la rueda de su destino comenzó a girar. La sala tenía las paredes muy altas, cubiertos de hermosos tapices, y largas mesas la bordeaban. La mesa del señor del castillos era enorme y redonda, no como las utilizadas por otros reyes. Los recipientes que la adornaban eran de cristal y oro, y reflejaban la luz de las antorchas y el fuego de la chimenea.


Y  la doncella que sirvió el vino a Arturo también reflejaba la luz. Era una muchacha alta; llevaba los cabellos sueltos y sin adornos a excepción de un aro de princesa, sus cabellos tenían el tono castaño de las hojas en otoño, con toques de dorado gracias al sol. Mantenía la vista baja como correspondía a una doncella, su pestañas proyectaban sombras sobre su rostro. La túnica que llevaba era blanca y la manos que sostenían el cuerno de la bebida eran largas y pálidas; toda ella olía a flores.


Arturo no era un novato en cuestión de mujeres, al ser un guerrero de oro sin rival en el campo de batalla, disfrutaba de la admiración de aquellas. Tenía ya un hijo con la hija de un caballero llamada Lionors, por la que se había sentido atraído en cierta ocasión. Pero esta mujer desde luego no era el simple retoño de un caballero; lejos de demostrar admiración, ni siquiera lo había mirado ni le había hablado. Se sintió fascinado.


Leodegran, sentado junto a él, captó su mirada y dijo:

-Ésa es mi hija, majetad.

-Una noble doncella -respondió el rey. Se volvió para hablar con ella, pero la muchacha había desaparecido de la sala.

-Se llama Ginebra -añadió Leodegran, y enseguida llevó la conversación a otras cuestiones.


Arturo no volvió a ver a la hija del noble hasta el día en que abandonó la fortaleza. Mientras montaba, un movimiento llamó su atención. Con la veloz reacción del guerrero, se volvió sobre la silla. La doncella estaba en la ventana de una torre baja de piedra contemplándolo solemne. Él alzó una mano en señal de despedida; luego se alejó.



Desde una ventana elevada observaba Ginebra, hija de Leodegran de Camelerd, 
una princesa digna de ser reina. 
Arturo la vio y su imagen quedó grabada en su memoria



*Lacustre, en ecología, es el ambiente de un lago. En sedimentología, es el medio sedimentario propio de los lagos y en ictiología, describe una población de peces que completan su parte del ciclo de vida dentro de lagos.


...        



viernes, 2 de octubre de 2020

CAMELOT - GLORIA Y CAÍDA - 2.

 ... 


Cuando Merlín se enteró de que Uther agonizaba, fue a ver al soberano y le pidió la confirmación que deseaba: que Arturo, único hijo de Uther fuera nombrado rey de los ingleses. Y dicen los cronistas que el rey consintió. Esto sucedió a los dos años del nacimiento del niño.


Pasaron aún trece años antes que Merlín tomara medidas para colocar a Arturo en el trono; trece largos años mientras los príncipes de Inglaterra luchaban y el pueblo padecía; trece años mientras el niño que no sabía que era un rey, alcanzaba la pubertad. Arturo soportó una dura y paciente preparación durante este período y cuando por fin apareció, era realmente regio, un auténtico príncipe y la flor de la caballería.


Se reveló su existencia al mundo en Navidades. Durante las semanas y meses previos, los mensajeros de Merlín cabalgaron por toda Inglaterra, convocando a todos los príncipes del reino a Londres para pedir consejo sobre la coronación de un rey que volvería a unirlos a todos, como lo habían estado con Uther. Durante todo el mes de diciembre, grupos de hombres a caballo recorrieron los polvorientos senderos y desmoronadas carreteras que conducían a la ciudad. Fuera de sus murallas, un campamento enorme creció sobre los altos brezos y helados rastrojos de los campos invernales, un revoltijo de tiendas multicolores y estandartes dorados, todo ello recubierto de una cortina de humo procedente de las fogatas.


Y dentro de ls murallas de Londres, por cuyas estrechas callejas deambulaba Merlín ataviado con su oscura toga de erudito, la magia andaba suelta. En el centro de la ciudad, muy cerca de la torre que fue su antigua fortaleza, se alzaba una pequeña capilla, construida para albergar el altar de algún antiguo dios; un claustro y un patio cubierto de hierba lindaban con ella, recordatorios de que en una ocasión había formado parte de un monasterio. En el patio había una enorme piedra, atravesada por una espada de hoja ancha. Sobre la piedra, en letras que despedían luz propia, había una inscripción: Aquel que extraiga esta espada de la piedra será el rey de toda Inglaterra por derecho de nacimiento.


 T odos los reyes; Lot, Urien de Gorre, Ban de Benwic de Francia, Idres de Cornuales y muchos otros;  fueron a examinar la espada. Eran conscientes de su importancia, pues descendían de tribus expertas en la lucha con espada y de nobles cuyos símbolos del cargo eran piedras sagradas. Por ejemplo el trono en el que se coronaba al rey de Irlanda, era el Lia Fail, la Piedra del Destino, que chillaba cuando el pie del legítimo rey la tocaba. Así pues, todos los reyes ingleses intentaron sacar la espada: ¡A saber la sangre de cuál de ellos dispararía la magia!. Pero la piedra se negó a entregar su tesoro a cualquiera de ellos.


Merlín observó las pruebas sin hacer ningún comentario. Pero el primer día de Navidad, cuando los reyes se reunieron en la sala de la fortaleza, los hizo callar a todos. Con voz fría y seca, les dijo: "No ha llegado aún aquel que conseguirá la espada". Y les dejó que meditaran, que formaran y rompieran alianzas, y conspiraran entre ellos.


La Navidad transcurrió entre murmuraciones y disputas por parte de4 la facciones que maniobraban para obtener el poder. Llegó el nuevo año y con él un sol radiante y un viento helado que recorrió las sinuosas calles de Londres, sacudiendo los postigos de las ventanas y los letreros pintados de tiendas y posadas.


Bajo uno de estos letreros - un arbusto pintado que indicaba una vinatería - había tres hombres aquella mañana de Año Nuevo. Dos de ellos eran bajos de estatura, macizos y morenos al estilo de los galeses. Ambos llevaban cotas de malla; sostenían los yelmos bajo el brazo mientras conversaban con acento del oeste. El tercer hombre era alto y ancho de espaldas, con cabellos de un rojo dorado que el viento alborotaba. Era tan fuerte, tan natural su elegancia, que parecía capturar y retener la luz del sol, y aunque vestía la túnica y capa de un escudero, atraía las miradas de los transeúntes. Permanecía apoyado en la pared de la vinatería, sin prestar atención a los admirados comentarios de las amas de casa y escuchaba a sus compañeros. Aquel joven era Arturo, un elegante hidalgo no lo bastante mayor, al parecer, para el título de caballero. Los otros dos eran Kay, a quien creía su hermano mayor y Ector, su supuesto padre. Los tres acababan de llegar de los dominios galeses de Ector.


Kay, siempre colérico, estaba de mal humos, pues había olvidado su espada en el campamento situado fuera de las murallas de la ciudad. Los rudos comentarios de su padre sobre su negligencia enfurecían al joven quien, reacio a pelar con su padre; e incapaz de hacerlo; se volvió contra Arturo y le ordenó ir a buscar la espada.


Arturo, harto de charlas y contento de hacer algo, le respondió con una desenvuelta semirreverencia y se alejó calle abajo por entre las torcidas casas de madera, zigzagueando entre los charcos helados, los cerdos que hurgaban en la basura, las pescaderas con sus pesados cestos y los panaderos con sus montañas de enormes hogazas redondas de pan. Al final del sendero, un anciano le tiró de la manga. La dorada cabeza se inclinó un instante, escuchando con cortesía. Después, con el anciano andando a su lado, Arturo dobló la esquina y desapareció.


Cuando regresó al cabo de una hora, tenía el rostro contraído y serio, pero sus ojos relucían. Su mano sujetaba un espadón sin vaina. Enarcó las cejas inquisitivo al ver  a su hermano solo y éste señaló en dirección a la vinatería, a donde Ector había entrado. Luego extendió las manos para recibir la espada. Arturo depositó la hoja con suavidad sobre las manos de Kay al tiempo que decía:

- Esta espada es mía, hermano.

El joven la dio vuelta para examinar la filigrana que adornaba la empuñadura y las ágatas y cornalinas que brillaban entre el oro y repuso:

- Ésta no es una de nuestras espadas. ¿De quién es?

- En el patio de una iglesia situada junto a la fortaleza hay una piedra - explicó Arturo - Esta espada estaba en la piedra. La invoqué como me dijeron y logre sacarla.

- Yo soy el mayor - declaró Kay, mirándolo fijamente con ojos entrecerrados. Después llamó a gritos a su padres, cuyo rostro apareció en la ventana de la tienda.

"Señor - dijo Kay -, ésta es la espada de la piedra sagradas de que hemos oído hablar. Yo la he encontrado; me proporcionará una corona.

Arturo hizo un veloz movimiento que contuvo al instante. El rostro de Ector desapareció de la ventana y en un instante se reunió con ellos. El anciano contempló inexpresivo a sus hijos, uno ardiendo de furia, el otro desafiante, pero temblando tanto que las joyas de la espada que sostenía centelleaban bajo la luz de sol.


- Vayamos, pues, al lugar donde está la piedra - ordenó Ector.

Así lo hicieron y cuando se encontraron en el silencioso patio junto a la piedra vacía, Ector se volvió hacia Kay.

- Hijo - dijo -, jura ahora por tu honor que tú mismo encontraste la espada que sostienes y la arrancaste de la piedra.

Los muros mismos del patio parecieron suspirar y escuchar. Finalmente Kay negó con la cabeza.

- He mentido - dijo -. Mi hermano encontró la piedra y arrancó de ella la espada. Y devolvió la espada al muchacho.

- Veamos, pues - repuso Ector.



 A  indicación suya, Arturo volvió a colocar la espada en la enorme piedra. Ector intentó sacarla; la empuñadura ardía en su mano, dijo, pero la espada no se movió. Kay lo intentó, pero el arma permaneció encajada en su pétrea prisión. Por fin, Arturo rodeó con las manos la dorada empuñadura. Las letras de la piedra resplandecieron y con un siseo metálico, la espada se soltó.


Ector cayó lentamente de rodillas. Posó las manos sobre las de Arturo, que sujetaban la empuñadura de la espada, e inició la solemne recitación de un juramento de lealtad. Mientras lo hacía, Kay se arrodillo a su lado.

- Padre - exclamó Arturo, cuando Ector hubo concluido -, no os arrodilléis.

- No, mi señor, no soy vuetro padre sino tan sólo aquel que os crio y enseñó. Sabía muy bien que erais de sangre más noble que la mía.

- Eso es cierto - dijo otra voz. Un rostro brilló entre las sombras del claustro y apareció Merlín.

- Vos sois el que me trajo al niño para que lo cuidara - profirió Ector.

- Vos sois el que me guio hasta esta piedra - exclamó Arturo.

- Lo soy - replicó el hechicero-. Yo soy quien os ha conducido al trono, hijo de Uther Pendragon, Supremo Monarca de Inglaterra.

Arturo alzó la cabeza; su mano se cerró con fuerza sobre la empuñadura de la espada mientras el manto del poder lo envolvía y su voz era clara al reclamar la corona.

 ...   



CAMELOT - GLORIA Y CAÍDA - 1.



Ñ   PREFACIO    Ñ


Tres naves zarparon de las rocosas costa de Gales, con su velas impulsadas por el viento del este. En el buque insignia, sobresalía por encima del resto un estandarte mostrando trece coronas de oro sobre un campo azul, era la enseña de Arturo, supremo monarca de Inglaterra, que en esos momentos soñaba con invadir Annwfn, el País de las Hadas y apoderarse de sus tesoros mágicos.



Disponía de un buen ejercito, animoso y bien armado a demás de ir acompañado por Taliesin, el bardo galés que era un gran hechicero que podía transformarse en cualquier clase de animal o cosa. Su presencia en esta empresa era una garantía, pues incluso los habitantes de Annwfn reverenciaban sus poderes.



Arturo navegó hacia occidente, más allá de los confines del mundo, hasta alcanzar una isla envuelta en bruma en la que se distinguía una fortaleza construida toda ella de cristal traslúcido y que relucía bajo la luz crepuscular.


Al desembarcar descubrieron grandes maravillas, un manantial de vino que brotaba del suelo y un caldero ribeteado de valiosas perlas. Nueve doncellas lo custodiaban, pues era un recipiente mágico, obra de gigantes que contenía los poderes del mundo primigenio. Su exterior de esmalte azul despedía un resplandor que concedía a los hombres buenos el arte de cantar y el valor para combatir, proporcionando comida sólo a los valiente; se negaba a darla a los cobardes.


Arturo y sus hombres robaron el caldero, para esconderlo en su tierra, sin embargo lo pagaron muy caro. Más de seis mil guerrero de Annwfn defendieron la fortaleza y el caldero con un resultado terrible, sólo un puñado de hombres regresó con vida a Inglaterra, pues era un desatino y una gran temeridad desafiar a los poderes arcanos de ese mundo.


Arturo era el señor de una nueva era, la estrella de un poder nuevo que controlaba los reinos de Inglaterra, pero ni siquiera él podía insultar impunemente al sobrenatural poder del mundo de los antiguos. Los príncipes de de Annwfn vengarían la pérdida de su tesoro. Su mirada era aguda, su alcance grande, su armas numerosas y su paciencia infinita. Enviaron servidores  que actuaron clandestinamente, creando grietas con filamentos de oscuridad que fueron apagando el refulgente honor del rey para convertirlo en cenizas y así conseguir que la ruina terminara adueñándose de sus dominios.



Ñ   ARTURO    Ñ


 R ealmente poderosa era Tintagel, la fortaleza de los duques de Cornualles, que asomaba al mar desde un escarpado risco de pizarra. Ningún ejército podía atravesar sus defensas. Sin embargo, una noche de invierno entre un año y el siguiente, una frágil criatura, hombre sólo en  parte, se escabulló con el tesoro del castillo y se quedó con él.


La suya fue una hazaña realizada con magistral sigilo, una mezcla de rapidez y paciencia. En mitad de la noche, cruzó furtivamente el estrecho istmo que unía Tintagel con la costa de Cornualles; envuelto en su negra capa, era una sombra entre las sombras, un simple revuelo de aire. Los centinelas recorrían las almenas allá en lo alto pero no lo vieron acercarse, ni oyeron sus pasos ligeros sobre la piedra mojada por la lluvia. Luego, el intruso desapareció por una arcada que indicaba una oculta puerta que miraba al oeste en dirección al mar.


Inmóvil, esperó el resto de la noche. La lluvia cesó y amainó el helado viento nocturno. Sobre las torres del castillo, las estrellas aparecieron y realizaron majestuosas evoluciones de danza, para desvanecerse al despuntar el día. Súbitamente, la puerta en el muro se abrió de para en par y apareció una joven que sostenía una criatura envuelta en pañales. Sin una palabra, la entregó al vigilante; sin una palabra, éste la ocultó entre los negros pliegues de su capa. Luego giró en dirección al acantilado, se alejó a toda prisa y en silencio bajo la luz del amanecer, desapareció.


De este modo el pequeño Arturo, heredero de la corona de Inglaterra, fue puesto bajo la protección de la magia y no se le volvió a ver durante quince años. Merlín el Hechicero fue quien se lo llevó de la fortaleza y lo escondió.


Merlín, esa criatura enigmática, hijo de una mujer humana y de un ser del otro mundo, profeta y mago, había provocado el nacimiento del niño. El padre era Uther Pendragon, quien gobernaba un país revuelto, una Inglaterra desgarrada por los conflictos internos de pequeños reinos mal cohesionados y amenazada desde el exterior por la codicia y el salvajismo de hordas sajonas procedentes del continente europeo. Uther había concebido una gran pasión por la esposa de uno de sus propios duques. Igraine, la duquesa de Gorlois de Cornualles, era esa mujer; Gorlois la había confinado en Tintagel, donde Uther no podía alcanzarla. Enloquecido, el monarca recurrió a la magia, llamando a Merlín.


Y Merlín concedió a Uther lo que deseaba; aguardó hasta que Gorlois partió de Tintagel, par defender sus territorios orientas y entonces, mediante un hechizo, dio a Uther el aspecto del conde de Cornualles; y así el rey fue admitido en la fortaleza y pudo realizar su deseo de estar con Ingraine.


Merlín exigió como pago por sus servicios, la criatura que pudiera nacer de esa unión. Uther se encogió de hombros y aceptó y tuvo que mantener su palabra, a pesar que Igraine se convirtió en su reina después de la muerte Gorlois en combate, con lo que el niño que ella llevaba en sus entrañas pasaría a ser su heredero legítimo.


Así pues, incluso antes de iniciarse la vida de Arturo, los ojos del otro mundo se volvieron hacia él. La pasión de Uther fue una fuerza que desgarró el tejido del honor y el orden humanos; dejó un sendero por el que los antiguos podían penetrar en el mundo mortal. Y Merlín, que ayudó al monarca y custodió al niño pertenecía en parte a la raza mágica, un vínculo vivo con la magia de la era arcana.


Los cronista nunca dijeron y tal vez nunca supieran para que Merlín quería al niño, algunos pensaron que le ocultó para su seguridad, debido a las luchas internas y externas que sucedían en el país; otros que la sangre de los antiguos que corría por sus venas le hizo atesorar su poder para así nombrar reyes en el mundo de los humanos.


E n cualquier caso, fue un hacedor de reyes, aunque nadie lo sabría hasta pasado un tiempo. El pequeño Arturo desapareció en la seguridad de los montes gales, según se dijo al cuidado de un noble llamado Ector. Merlín aparecía periódicamente en la corte de Uther para vigilar la sucesión al trono de este. Vio como las tres hijas que Igraine había tenido con Gorlois, se casaban con príncipes de poco renombre y se marchaban de la corte. Morgause, la mayor, se convirtió en la reina de Lot de  Lothian y las Órcadas, un noble adusto e impulsivo que ostentaba el poder casi absoluto en el norte. Elaine se casó con el rey Nentres de Garlot y se perdió su rastro. La hija más joven Morgana, se convirtió en esposa de Urien de Gorre. Éstos fueron todos los hijos de Igraine, a excepción de Arturo, no tuvo ninguno más.

...     





martes, 13 de septiembre de 2016

LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ

Al poeta Juan Ramón Jiménez

            I

   Siendo mozo Alvargonzález, 
Antonio Machado

dueño de mediana hacienda, 
que en otras tierras se dice 
bienestar y aquí, opulencia,

   en la feria de Berlanga 
prendóse de una doncella, 
y la tomó por mujer 
al año de conocerla.

   Muy ricas las bodas fueron,
y quien las vio las recuerda; 
sonadas las tornabodas 
que hizo Alvar en su aldea:

   hubo gaitas, tamboriles, 
flauta, bandurria y vihuela, 
fuegos a la valenciana 
y danza a la aragonesa.

            II

   Feliz vivió Alvargonzález 
en el amor de su tierra. 
Naciéronle tres varones, 
que en el campo son riqueza,

   y, ya crecidos, los puso, 
uno a cultivar la huerta, 
otro a cuidar los merinos, 
y dio el menor a la Iglesia.

            III

   Mucha sangre de Caín 
tiene la gente labriega, 
y en el hogar campesino 
armó la envidia pelea.
   Casáronse los mayores; 
tuvo Alvargonzález nueras, 
que le trujeron cizaña
antes que nietos le dieran.
  La codicia de los campos 
ve tras la muerte la herencia; 
no goza de lo que tiene 
por ansia de lo que espera.

   El menor, que a los latines 
prefería las doncellas 
hermosas y no gustaba 
de vestir por la cabeza, 
colgó la sotana un día 
y partió a lejanas tierras.

La madre lloró, y el padre 
diole bendición y herencia.

            IV

   Alvargonzález ya tiene 
la adusta frente arrugada, 
por la barba le platea 
la sombra azul de la cara.
  Una mañana de otoño 
salió solo de su casa; 
no llevaba sus lebreles, 
agudos canes de caza.
   Iba triste y pensativo 
por la alameda dorada; 
anduvo largo camino 
y llegó a una fuente clara.
   Echóse en la tierra; puso 
sobre una piedra la manta, 
y a la vera de la fuente 
durmió al arrullo del agua.

        EL SUEÑO

            I

  Y Alvargonzález veía, 
como Jacob, una escala 
que iba de la tierra al cielo, 
y oyó una voz que le hablaba.
Mas las hadas hilanderas, 
entre las guedijas blancas 
y vellones de oro, han puesto 
un mechón de negra lana.

            II

Tres niños están jugando 
a la puerta de su casa; 
entre los mayores brinca 
un cuervo de negras alas.
La mujer vigila, cose,
y a ratos, sonríe y canta.

—Hijos, ¿qué hacéis? — les pregunta.

Ellos se miran y callan.

—Subid al monte, hijos míos, 
y antes que la noche caiga, 
con un brazado de estepas 
hacedme una buena llama.

            III

   Sobre el lar de Alvargonzález 
está la leña apilada; 
el mayor quiere encenderla, 
pero no brota la llama.
—Padre, la hoguera no prende, 
está la estepa mojada.

   Su hermano viene a ayudarle 
y arroja astillas y ramas 
sobre los troncos de roble; 
pero el rescoldo se apaga.

   Acude el menor, y enciende, 
bajo la negra campana 
de la cocina, una hoguera 
que alumbra toda la casa.

            IV

   Alvargonzález levanta 
en brazos al más pequeño 
y en sus rodillas lo sienta.
—Tus manos hacen el fuego...
Aunque el último naciste, 
tú eres en mi amor primero.

   Los dos mayores se alejan 
por los rincones del sueño.

   Entre los dos fugitivos 
reluce un hacha de hierro.

      AQUELLA TARDE...

            I

   Sobre los campos desnudos, 
la Luna llena manchada 
de un arrebol purpurino, 
enorme globo, asomaba.

   Los hijos de Alvargonzález 
silenciosos caminaban, 
y han visto al padre dormido 
junto de la fuente clara.

            II

   Tiene el padre entre las cejas 
un ceño que le aborrasca 
el rostro, un tachón sombrío 
como la huella de un hacha.

   Soñando está con sus hijos, 
que sus hijos lo apuñalan; 
y cuando despierta, mira 
que es cierto lo que soñaba.

            III

   A la vera de la fuente 
quedó Alvargonzález muerto.
Tiene cuatro puñaladas 
entre el costado y el pecho, 
por donde la sangre brota, 
más un hachazo en el cuello.
Cuenta la hazaña del campo 
el agua clara corriendo, 
mientras los dos asesinos 
huyen hacia los hayedos.
Hasta la Laguna Negra, 
bajo las fuentes del Duero, 
llevan el muerto, dejando 
detrás un rastro sangriento; 
y en la laguna sin fondo, 
que guarda bien los secretos, 
con una piedra amarrada 
a los pies, tumba le dieron.

            IV

   Se encontró junto a la fuente 
la manta de Alvargonzález, 
y, camino del hayedo, 
se vio un reguero de sangre.
Nadie de la aldea ha osado 
a la laguna acercarse, 
y el sondarla inútil fuera, 
que es la laguna insondable.
Un buhonero, que cruzaba 
aquellas tierras errante, 
fué en Dauria acusado, preso 
y muerto en garrote infame.

            V

   Pasados algunos meses, 
la madre murió de pena.
Los que muerta la encontraron,
dicen que las manos yertas 
sobre su rostro tenía, 
oculto el rostro con ellas.

            VI

   Los hijos de Alvargonzález 
ya tienen majada y huerta, 
campos de trigo y centeno 
y prados de fina hierba; 
en el olmo viejo, hendido 
por el rayo, la colmena, 
dos yuntas para el arado, 
un mastín y cien ovejas. 


      OTROS DÍAS

            I

   Ya están las zarzas floridas,
y los ciruelos blanquean; 
ya las abejas doradas 
liban para sus colmenas, 
y en los nidos, que coronan 
las torres de las iglesias, 
asoman los garabatos 
ganchudos de las cigüeñas.
Ya los olmos del camino 
y chopos de las riberas 
de los arroyos, que buscan 
al padre Duero, verdean.
El cielo está azul, los montes 
sin nieve son de violeta.
La tierra de Alvargonzález 
se colmará de riqueza; 
muerto está quien la ha labrado, 
mas no le cubre la tierra.

            II

   La hermosa tierra de España 
adusta, fina y guerrera 
Castilla, de largos ríos, 
tiene un puñado de sierras 
entre Soria y Burgos como 
reductos de fortaleza, 
como yelmos crestonados, 
y Urbión es una cimera.

            III

   Los hijos de Alvargonzález, 
por una empinada senda, 
para tomar el camino 
de Salduero a Covaleda, 
cabalgan en pardas mulas, 
bajo el pinar de Vinuesa.
Van en busca de ganado 
con que volver a su aldea, 
y por tierra de pinares 
larga jornada comienzan.
Van Duero arriba, dejando 
atrás los arcos de piedra 
del puente y el caserío 
de la ociosa y opulenta 
villa de indianos. El río. 
al fondo del valle, suena, 
y de las cabalgaduras 
los cascos baten las piedras.

A la otra orilla del Duero 
canta una voz lastimera:
"La tierra de Alvargonzález 
se colmará de riqueza, 
y el que la tierra ha labrado 
no duerme bajo la tierra."

            IV

   Llegados son a un paraje 
en donde el pinar se espesa, 
y el mayor, que abre la marcha, 
su parda mula espolea, 
diciendo: —Démonos prisa,
porque son más de dos leguas 
de pinar y hay que apurarlas 
antes que la noche venga.

   Dos hijos del campo, hechos 
a quebradas y asperezas, 
porque recuerdan un día 
la tarde en el monte tiemblan.
Allá en lo espeso del bosque 
otra vez la copla suena:

"La tierra de Alvargonzález 
se colmará de riqueza, 
y el que la tierra ha labrado 
no duerme bajo la tierra".

            V

   Desde Salduero el camino 
va al hilo de la ribera; 
a ambas márgenes del río 
el pinar crece y se eleva, 
y las rocas se aborrascan, 
al par que el valle se estrecha.
Los fuertes pinos del bosque 
con sus copas gigantescas 
y sus desnudas raíces 
amarradas a las piedras; 
los de troncos plateados,
cuyas frondas azulean, 
pinos jóvenes; los viejos, 
cubiertos de blanca lepra, 
musgos y líquenes canos 
que el grueso tronco rodean, 
colman el valle y se pierden 
rebasando ambas laderas.

Juan, el mayor, dice: —Hermano, 
si Blas Antonio apacienta 
cerca de Urbión su vacada, 
largo camino nos queda.
—Cuando hacia Urbión alarguemos 
se puede acortar de vuelta, 
tomando por el atajo, 
hacia la Laguna Negra,
y bajando por el puerto 
de Santa Inés a Vinuesa.
—Mala tierra y peor camino. 
Te juro que no quisiera 
verlos otra vez. Cerremos 
los tratos en Covaleda; 
hagamos noche y, al alba, 
volvámonos a la aldea 
por este valle, que, a veces, 
quien piensa atajar rodea.

   Cerca del río cabalgan 
los hermanos, y contemplan 
cómo el bosque centenario, 
al par que avanzan, aumenta, 
y la roqueda del monte 
el horizonte les cierran.
El agua, que va saltando, 
parece que canta o cuenta:

"La tierra de Alvargonzález 
se colmará de riqueza, 
y el que la tierra ha labrado 
no duerme bajo la tierra". 


       CASTIGO

            I

   Aunque la codicia tiene 
redil que encierre la oveja, 
trojes que guarden el trigo, 
bolsas para la moneda, 
y garras, no tiene manos 
que sepan labrar la tierra.
Así, a un año de abundancia 
siguió un año de pobreza.

            II

   En los sembrados crecieron 
las amapolas sangrientas; 
pudrió el tizón las espigas 
de trigales y de avenas; 
hielos tardíos mataron 
en flor la fruta en la huerta, 
y una mala hechicería 
hizo enfermar las ovejas.

   A los dos Alvargonzález 
maldijo Dios en sus tierras, 

y al año pobre siguieron 
luengos años de miseria.

            III

   Es una noche de invierno. 
Cae la nieve en remolinos. 
Los Alvargonzález velan 
un fuego casi extinguido.
El pensamiento amarrado 
tienen a un recuerdo mismo, 
y en las ascuas mortecinas 
Paisaje nevado en tierras de Soria
del hogar los ojos fijos.
No tienen leña ni sueño.
Larga es la noche y el frío 
mucho. Un candilejo humea 
en el muro ennegrecido.
El aire agita la llama, 
que pone un  fulgor rojizo 
sobre las dos pensativas  
testas de los asesinos.
El mayor de Alvargonzález, 
lanzando un ronco suspiro, 
rompe el silencio, exclamando:

—Hermano, ¡qué mal hicimos!

   El viento la puerta bate,
hace temblar el postigo, 
y suena en la chimenea 
con hueco y largo bramido.
Después, el silencio vuelve, 
y a intervalos el pabilo 
del candil chisporrotea 
en el aire aterecido.
El segundón dijo: —¡Hermano, 
demos lo viejo al olvido!

      EL VIAJERO


            I

   Es una noche de invierno. 
Azota el viento las ramas 
de los álamos. La nieve 
ha puesto la tierra blanca.
Bajo la nevada, un hombre 
por el camino cabalga; 
va cubierto hasta los ojos, 
embozado en lengua capa.
Entrado en la aldea, busca 
de Alvargonzález la casa, 
y ante su puerta llegado, 
sin echar pie a tierra, llama.

            II

  Los dos hermanos oyeron 
una aldabada a la puerta, 
y de una cabalgadura 
los cascos sobre las piedras.
Ambos los ojos alzaron,
llenos de espanto y sorpresa.

—¿Quién es?  ¡Responda! —gritaron.
—¡Miguel! —respondieron fuera.

Era la voz del viajero 
que partió a lejanas tierras.

            III

  Abierto el portón, entróse 
a caballo el caballero 
y echó pie a tierra. Venía 
todo de nieve cubierto.
En brazos de sus hermanos 
lloró algún rato en silencio.
Después dio el caballo al uno, 
al otro, capa y sombrero, 
y en la estancia campesina 
buscó el arrimo del fuego.

            IV

   El menor de los hermanos, 
que, niño y aventurero,
fué más allá de los mares 
y hoy torna indiano opulento, 
vestía con negro traje 
de peludo terciopelo, 
ajustado a la cintura 
por ancho cinto de cuero.
Gruesa cadena formaba 
un bucle de oro en su pecho.
Era un hombre alto y robusto, 
con ojos grandes y negros 
llenos de melancolía; 
la tez de color moreno, 
y sobre la frente comba 
enmarañados cabellos.
El hijo que saca porte 
señor de padre labriego, 
a quien fortuna le debe 
amor, poder y dinero. 
De los tres Alvargonzález 
era Miguel el más bello; 
porque al mayor afeaba 
el muy poblado entrecejo 
bajo la frente mezquina, 
y al segundo, los inquietos 
ojos que mirar no saben 
de frente, torvos y fieros.

            V

  Los tres hermanos contemplan 
el triste hogar en silencio; 
y con la noche cerrada 
arrecia el frío y el viento.

—Hermanos, ¿no tenéis leña?
dice Miguel.

           —No tenemos 
responde el mayor.

                         Un hombre, 
milagrosamente ha abierto 
la gruesa puerta cerrada 
con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene 
el rostro del padre muerto.
Un halo de luz dorada 
orla sus blancos cabellos. 
Lleva un haz de leña al hombro 
y empuña un hacha de hierro.

       EL INDIANO

            I

    De aquellos campos malditos, 
Miguel a sus dos hermanos 
compró una parte: que mucho 
caudal de América trajo, 
y aun en tierra mala, el oro 
luce mejor que enterrado, 
y más en mano de pobres 
que oculto en orza de barro.

   Dióse a trabajar la tierra 
con fe y tesón el indiano, 
y a laborar los mayores 
sus pegujales tornaron.

   Ya con macizas espigas, 
preñadas de rubios granos, 
a los campos de Miguel 
tornó el fecundo verano; 
y ya de aldea en aldea 
se cuenta como un milagro, 
que los asesinos tienen 
la maldición en sus campos.

   Ya el pueblo canta una copla 
que narra el crimen pasado:

"A la orilla de la fuente 
lo asesinaron.
¡Qué mala muerte le dieron 
los hijos malos!
En la laguna sin fondo 
al padre muerto arrojaron.
No duerme bajo la tierra 
el que la tierra ha labrado".

            II

   Miguel, con sus dos lebreles 
y armado de su escopeta, 
hacia el azul de los montes, 
en una tarde serena, 
caminaba entre los verdes 
chopos de la carretera, 
y oyó una voz que cantaba:

"No tiene tumba en la tierra. 
Entre los pinos del valle 
del Revinuesa, 
al padre muerto llevaron 
hasta la Laguna Negra...". 


       LA CASA

            I

   La casa de Alvargonzález 
era una casona vieja, 
con cuatro estrechas ventanas, 
separada de la aldea 
cien pasos, y entre dos olmos 
que, gigantes centinelas, 
sombra le dan en verano, 
y en el otoño hojas secas.

   Es casa de labradores, 
gente, aunque rica, plebeya, 
donde el hogar humeante, 
con sus escaños de piedra,
se ve sin entrar, si tiene 
abierta al campo la puerta.

   Al arrimo del rescoldo 
del hogar borbollonean 
dos pucherillos de barro, 
que a dos familias sustentan.

   A diestra mano, la cuadra 
y el corral, a la siniestra, 
huerto y abejar, y al fondo, 
una gastada escalera 
que va a las habitaciones,
partidas en dos viviendas.

   Los Alvargonzález moran 
con sus mujeres en ellas. 
A ambas parejas que hubieron, 
sin que lograrse pudieran, 
dos hijos, sobrado espacio 
les da la casa paterna.

   En una estancia que tiene 
luz al huerto, hay una mesa 
con gruesa tabla de roble, 
dos sillones de vaqueta, 
colgado en el muro, un negro 
ábaco de enormes cuentas, 
y unas espuelas mohosas 
sobre un arcón de madera.

   Era una estancia olvidada 
donde hoy Miguel se aposenta. 
Y era allí donde los padres 
veían en primavera 
el huerto en flor, y en el cielo 
de mayo, azul, la cigüeña 
—cuando las rosas se abren 
y los zarzales blanquean,— 
que enseñaba a sus hijuelos 
a usar de las alas lentas.

   Y en las noches del verano, 
cuando la calor desvela, 
desde la ventana al dulce 
ruiseñor cantar oyeran.

   Fue allí donde Alvargonzález, 
del orgullo de su huerta 
y del amor a los suyos, 
sacó sueños de grandeza.

   Cuando en brazos de la madre 
vio la figura risueña 
del primer hijo, bruñida 
de rubio sol la cabeza, 
del niño que levantaba 
las codiciosas, pequeñas 
manos a las rojas guindas 
y a las moradas ciruelas, 
o aquella tarde de otoño, 
dorada, plácida y buena, 
él pensó que ser podría 
feliz el hombre en la tierra.

  Hoy canta el pueblo una copla 
que va de aldea en aldea:

"¡Oh casa de Alvargonzález, 
qué malos días te esperan! 
¡Casa de los asesinos, 
que nadie llame a tu puerta!"

            II

   Es una tarde de otoño. 
En la alameda dorada 
no quedan ya ruiseñores; 
enmudeció la cigarra.

   Las últimas golondrinas, 
que no emprendieron la marcha, 
morirán, y las cigüeñas 
de sus nidos de retamas, 
en torres y campanarios, 
huyeron.

                   Sobre la casa 
de Alvargonzález, los olmos 
sus hojas, que el viento arranca,
van dejando. Todavía 
las tres redondas acacias, 
en el atrio de la iglesia, 
conservan verdes sus ramas, 
y las castañas de Indias 
a intervalos se desgajan 
cubiertas de sus erizos; 
tiene el rosal rosas grana 
otra vez, y en las praderas 
brilla la alegre otoñada.

   En laderas y en alcores, 
en ribazos y en cañadas, 
el verde nuevo y la hierba, 
aún del estío quemada, 
alternan; los serrijones 
pelados, las lomas calvas, 
se coronan de plomizas 
nubes apelotonadas; 
y bajo el pinar gigante, 
entre las marchitas zarzas 
y amarillentos helechos, 
corren las crecidas aguas 
a engrosar el padre río 
por canchales y barrancas.

   Abunda en la tierra un gris 
de plomo y azul de plata, 
con manchas de roja herrumbre, 
todo envuelto en luz violada.

   ¡Oh tierras de Alvargonzález, 
en el corazón de España, 
tierras pobres, tierras tristes, 
tan tristes que tienen alma!

   Páramo que cruza el lobo 
aullando, a la luna clara 
de bosque a bosque; baldíos 
llenos de peñas rodadas, 
donde, roída de buitres,
brilla una osamenta blanca; 
pobres campos solitarios 
sin caminos ni posadas,

¡oh pobres campos malditos, 
pobres campos de mi patria! 


       LA TIERRA

            I

   Una mañana de otoño, 
cuando la tierra se labra, 
Juan y el indiano aparejan 
las dos yuntas de la casa. 
Martín se quedó en el huerto 
arrancando hierbas malas.

            II

   Una mañana de otoño, 
cuando los campos se aran, 
sobre un otero, que tiene 
el cielo de la mañana 
por fondo, la parda yunta 
de Juan lentamente avanza.

   Cardos, lampazos y abrojos, 
avena loca y cizaña, 
llenan la tierra maldita, 
tenaz a pico y a escarda.

   Del corvo arado de roble 
la hundida reja trabaja 
con vano esfuerzo; parece, 
que al par que hiende la entraña 
del campo y hace camino 
se cierra otra vez la zanja.

   "Cuando el asesino labre 
será su labor pesada; 
antes que un surco en la tierra, 
tendrá una arruga en su cara..."

            III

   Martín, que estaba en la huerta 
cavando, sobre su azada 
quedó apoyado un momento; 
frío sudor le bañaba 
el rostro.

               Por el Oriente, 
la Luna llena, manchada 
de un arrebol purpurino, 
lucía tras de la tapia 
del huerto.

                 Martín tenía 
la sangre de horror helada. 
La azada que hundió en la tierra 
teñida de sangre estaba.

            IV

   En la tierra en que ha nacido 
supo afincar el indiano; 
por mujer a una doncella 
rica y hermosa ha tomado.
   La hacienda de Alvargonzález 
ya es suya, que sus hermanos 
todo le vendieron: casa, 
huerto, colmenar y campo.

     LOS ASESINOS 

            I

   Juan y Martín, los mayores 
de Alvargonzález, un día 
pesada marcha emprendieron 
con el alba, Duero arriba.

   La estrella de la mañana 
en el alto azul ardía. 
Se iba tiñendo de rosa 
la espesa y blanca neblina 
de los valles y barrancos, 
y algunas nubes plomizas 
a Urbión, donde el Duero nace, 
como un turbante ponían.

   Se acercaban a la fuente. 
El agua clara corría, 
sonando cual si contara 
una vieja historia, dicha 
mil veces, y que tuviera 
mil veces que repetirla.

   Agua que corre en el campo 
dice en su monotonía: 
"Yo sé el crimen. ¿No es un crimen, 
cerca del agua, la vida?"

  Al pasar los dos hermanos 
relataba el agua limpia:
"A la vera de la fuente 
Alvargonzález dormía".

            II

   —Anoche, cuando volvía 
a casa—  Juan a su hermano 
dijo—, a la luz de la luna 
era la huerta un milagro.

    Lejos, entre los rosales, 
divisé un hombre inclinado 
hacia la tierra; brillaba 
una hoz de plata en su mano.
   Después irguióse y, volviendo 
el rostro, dio algunos pasos 
por el huerto, sin mirarme, 
y a poco lo vi encorvado 
otra vez sobre la tierra.
Tenía el cabello blanco. 
La luz llena brillaba, 
y era la huerta un milagro.

            III

    Pasado habían el puerto 
de Santa Inés, ya mediada 
la tarde, una tarde triste 
de noviembre, fría y parda. 
Hacia la Laguna Negra 
silenciosos caminaban.

            IV

   Cuando la tarde caía, 
entre las vetustas hayas
y los pinos centenarios, 
un rojo sol se filtraba.

   Era un paraje de bosque 
y peñas aborrascadas; 
aquí bocas que bostezan 
o monstruos de tierras garras; 
allí una informe joroba, 
allá una grotesca panza, 
torvos hocicos de fieras 
y dentaduras melladas; 
rocas y rocas, y troncos 
y troncos, ramas y ramas. 
En el hondón del barranco 
la noche, el miedo y el agua.

            V

   Un lobo surgió, sus ojos 
lucían como dos ascuas. 
Era la noche, una noche 
húmeda, oscura y cerrada.

   Los dos hermanos quisieron 
volver. La selva ululaba. 
Cien ojos fieros ardían 
en la selva, a sus espaldas.

            VI


   Llegaron los asesinos 
hasta la Laguna Negra;
agua transparente y muda,
La Laguna Negra, en los montes de Urbión,  Soria
que enorme muro de piedra, 
donde los buitres anidan 
y el eco duerme, rodea; 
agua clara donde beben 
las águilas de la sierra, 
donde el jabalí del monte 
y el ciervo y el corzo abrevan; 
agua pura y silenciosa 
que copia cosas eternas; 
agua impasible que guarda 
en su seno las estrellas.

¡Padre!, gritaron; al fondo 
de la laguna serena 
cayeron, y el eco, ¡Padre! 
repitió de peña en peña.


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Arturo Ruiz Castillo dirigió en 1952 la película "La laguna negra" basada en este "cuento-leyenda" de Antonio Machado. Siendo sus principales protagonistas: Maruchi Fresno, Tomás Blanco, José María Lado, María Jesús Valdés, Irene Caba Alba, Félix Fernández, Luis Pérez de León, José Bódalo, Julia Caba Alba, Antonio Riquelme, Fernando Rey (como Miguel) entre otros.






En su octava edición (1952), el Círculo de Escritores Cinematográficos concedió a María Jesús Valdés la Medalla a la mejor actriz principal y a Jesús García Leoz la que premiaba la mejor música. Además, Félix Fernández recibió ese mismo año la Medalla al mejor actor secundario por toda su obra.


Tomás Blanco como Juan, José María Lado como Martín
y Maruchi Fresno como Candela