Ilusiones


"No existe ningún problema que no te aporte simultáneamente un don.
Busca los problemas porque necesitas sus dones."

"Justifica tus limitaciones y ciertamente las tendras"

Richard Bach - Ilusiones

lunes, 31 de agosto de 2015

LA DULCE MORADORA DEL MIRTO



Cuando las hadas todavía murmuraban entre las ramas de los árboles, el mirto abundaba en las zonas mediterráneas y era el hogar de una clase de hada muy afectuosa. Quizá fuera porque el árbol había sido sagrado para la diosa del amor: a Venus, escribió un autor de la antigüedad, se la podía encontrar siempre sentada a la sombra de un mirto. En Italia se contaba una historia sobre una de las hadas del mirto.


Hubo una vez un príncipe fascinado por las brillantes hojas y el aromático perfume de cierto mirto que había colocado en una maceta en el balcón de su dormitorio. Esa misma noche - y durante otras seis noches - el príncipe oyó ruido de pisadas y sintió en la oscuridad una caricia tan suave como una pluma; luego una fragante criatura se deslizó bajo sus sábanas, para amarle durante toda la noche.


Sin embargo, con el primer destello del alba ella desaparecía, y el príncipe no conseguía verla. Por fin, para poder capturarla mientras intentaba marchar al amanecer, enrolló un mechón de los cabellos de la criatura a su muñeca y mandó llamar a su chambelán con una luz. El resplandor de la vela mostró a la esbelta cautiva: el hada del mirto, tan dorada como la luz de la vela y sonrojada como las flores que adornaban su árbol. Había amado al príncipe desde el principio y, como consecuencia, sus hojas y troncos se habían transformado en carne y hueso.


El príncipe se sintió hechizado por el hada del mirto, y en los felices días que siguieron la pareja permaneció confinada en la habitación. El amor que el príncipe sentía por su bella compañera, crecía día a día, hasta que finalmente igualó a su pasión, y decidió convertir al hada en su esposa.


Un día, sin embargo, se vio obligado a abandonar a su amada por un tiempo, pues debía cazar un jabalí que asolaba las tierras cercanas al palacio. Pensó que lo mejor era protegerla en su ausencia. el príncipe era un joven apasionado que hasta entonces había llevado una vida despreocupada; desperdigadas por los diferentes palacios de su corte había varias antiguas amantes, que sospechaba, se habrían tornado vengativas y belicosas al verse abandonadas.


Así pues, rogó al hada que regresara a su árbol y permaneciera en él durante su ausencia. Ella aceptó de buen grado, pues era una criatura muy dulce y le amaba, pero pidió al príncipe que atara una campanilla de otro a una de las ramas de modo que cuando regresara de la cacería pudiera liberarla. Sólo tenía que tirar de una cinta de seda que ataría la campanilla al árbol, y el sonido de la campana la llevaría a sus brazos.


Y entonces, con un suspiro, el hada penetró en su árbol y desapareció entre sus ramas, él pudo ver sólo un leve estremecimiento en las brillantes hojas del mirto. Ató la campanilla a una rama y marchó, dando instrucciones a su chambelán para que cuidara fielmente el hermoso árbol.


Transcurrieron los días mientras el príncipe cazaba en el campo. La habitación de los amantes permanecía silenciosa y vacía, a excepción del viento que agitaba las colgaduras del lecho y hacía susurrar las hojas del mirto, a salvo en su maceta del balcón. Por las tardes el chambelán regaba la planta, pero aparte de esto, nadie molestaba al hada.


Una mañana, no obstante, la puerta se abrió y siete mujeres susurrantes se colaron en la habitación. Eran las amantes del príncipe, en busca de la nueva rival, a quien ninguna de ellas había visto. Registraron a fondo la habitación pero no encontraron nada. Finalmente salieron al balcón para reconsiderar la situación.



Mientras las mujeres hablaban, primero una y luego otra empezaron a arrancar distraidamente las brillantes hojas del mirto. Al hacerlo, una de ellas tiró de la cinta que hacía sonar la campanilla de oro. La corteza del árbol se estremeció y de su interior surgió el hada, sonriendo alegremente.


Las celosas mujeres cayeron al instante sobre ella. Centellearon puñales y corrió la sangre, a los pocos segundos no quedaba otra cosa del hada que desparramados pedazos de hueso, destrozadas hojas verdes y pedazos de corteza. Sólo la más joven de las siete mujeres se contuvo: no tomó más que un rizo de los dorados cabellos del hada.


Las mujeres corrieron entonces sigilosamente a sus diferentes habitaciones y nadie en el palacio supo lo que habían hecho.


Por la tarde, el chambelán fue a ocuparse del mirto y, nada más entrar en la habitación se detuvo anonadado ante aquella carnicería. Tras meditar unos instantes, recogió huesos, hojas y corteza con manos temblorosas e introdujo todo en la maceta. Luego huyó, temeroso de la cólera del príncipe y pensando que lo consideraría responsable.


Al día siguiente, el príncipe regresó a palacio y fue directamente a su habitación, renovado por la estancia al aire libre y ansioso por ver a su amada. Pero, ¿qué fue lo que encontró? En el balcón estaba la macera del mirto, vacía excepto unos blancos fragmentos de hueso, las ramitas rotas y hojas marchitas del árbol del hada. Llamó, pero nadie contestó. Su corazón se heló y empezó a llorar.


Durante semanas el príncipe permaneció en su habitación, llorando a solas; pero mientras lloraba, algo curioso sucedía en el balcón. suaves lluvias bañaban los restos de las hojas y la corteza del mirto, que luego secaban los cálidos rayos del sol. Con el paso de los días la planta empezó a brotar. Primero fueron brotes de color verde, más tarde ramas delgada, luego otras más gruesas. Hasta que una mañana el mirto floreció por fin, y de él salió el hada, viva otra vez y con los cabellos dorados como rayos de sol.


Después de besarse y abrazarse el hada del mirto contó al príncipe lo sucedido. Éste decidió casarse inmediatamente con ella y comenzó a tramar una venganza para la ofensa. Esto fue lo que hizo.


La boda se celebró en el palacio bellamente engalanado y con un gran banquete, al que fue invitada toda la corte. Tras la celebración, el príncipe formuló una pregunta :

¿Cuál debe ser el castigo del hombre o la mujer que haga daño a la princesa?

- La horca- dijo un cortesano.

- La rueda - repuso otro.

Cuando llegó el turno a las amantes, su respuesta fue unánime :

- Alguien así debe ser arrojado a una mazmorra y dejado allí hasta consumirse y morir.

- Sea como habéis decretado - dijo el príncipe. Y ordenó que las encerraran, perdonando sólo a la más joven, que no había tomado más que un rizo de los cabellos de su esposa.



































Después de esto, el reino conoció los más felices y prósperos años bajo el reinado de los príncipes y más tarde de sus amados hijos.


Reinos fantásticos : Libro de Hadas y Elfos.







domingo, 30 de agosto de 2015

MIGUEL HERNANDEZ - POEMAS 3

Orihuela, 30 de octubre de 1910
Alicante, 28 de marzo de 1942
           
           La Boca

Boca que arrastra mi boca:
boca que me has arrastrado:
boca que vienes de lejos
a iluminarme de rayos.

Alba que das a mis noches
un resplandor rojo y blanco.
Boca poblada de bocas:
pájaro lleno de pájaros.
Canción que vuelve las alas
hacia arriba y hacia abajo.
Muerte reducida a besos,
a sed de morir despacio,
das a la grama sangrante
dos tremendos aletazos.
El labio de arriba el cielo
y la tierra el otro labio.

Beso que rueda en la sombra:
beso que viene rodando
desde el primer cementerio
hasta los últimos astros.
Astro que tiene tu boca
enmudecido y cerrado
hasta que un roce celeste
hace que vibren sus párpados.

Beso que va a un porvenir
de muchachas y muchachos,
que no dejarán desiertos
ni las calles ni los campos.
¡Cuánta boca enterrada,
sin boca, desenterramos!

Beso en tu boca por ellos,
brindo en tu boca por tantos
que cayeron sobre el vino
de los amorosos vasos.
Hoy son recuerdos, recuerdos,
besos distantes y amargos.

Hundo en tu boca mi vida,
oigo rumores de espacios,
y el infinito parece
que sobre mí se ha volcado.

He de volverte a besar,
he de volver, hundo, caigo,
mientras descienden los siglos
hacia los hondos barrancos
como una febril nevada
de besos y enamorados.

Boca que desenterraste
el amanecer más claro
con tu lengua. Tres palabras,
tres fuegos has heredado:
vida, muerte, amor. Ahí quedan
escritos sobre tus labios.



Yo no quiero más luz que tu cuerpo... 




Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío:
claridad absoluta, transparencia redonda.
Limpidez cuya entraña, como el fondo del río,
con el tiempo se afirma, con la sangre se ahonda.

¿Qué lucientes materias duraderas te han hecho,
corazón de alborada, carnación matutina?
Yo no quiero más día que el que exhala tu pecho.
Tu sangre es la mañana que jamás se termina.

No hay más luz que tu cuerpo, no hay más sol: todo ocaso.
Yo no veo las cosas a otra luz que tu frente.
La otra luz es fantasma, nada más, de tu paso.
Tu insondable mirada nunca gira al poniente.

Claridad sin posible declinar. Suma esencia
del fulgor que ni cede ni abandona la cumbre.
Juventud. Limpidez. Claridad. Transparencia
acercando los astros más lejanos de lumbre.

Claro cuerpo moreno de calor fecundante.
Hierba negra el origen; hierba negra las sienes.
Trago negro los ojos, la mirada distante.
Día azul. Noche clara. Sombra clara que vienes.

Yo no quiero más luz que tu sombra dorada
donde brotan anillos de una hierba sombría.
En mi sangre, fielmente por tu cuerpo abrasada,
para siempre es de noche: para siempre es de día.




Tus ojos... 

Tus ojos se me van
de mis ojos y vuelven
después de recorrer
un páramo de ausentes.

Tu boca se me marcha
de mi boca y regresa
con varios besos muertos
que aún baten, que aún quisieran.
           
Tus brazos se desploman
en mis brazos y ascienden
retrocediendo ante esa
desolación que sientes.

Otero de tu cuerpo,
aún mi calor lo vence.



Hoy estoy sin saber yo no sé cómo... 


Hoy estoy sin saber yo no sé cómo,
hoy estoy para penas solamente,
hoy no tengo amistad,
hoy sólo tengo ansias
de arrancarme de cuajo el corazón
y ponerlo debajo de un zapato.

Hoy reverdece aquella espina seca,
hoy es día de llantos de mi reino,
hoy descarga en mi pecho el desaliento
plomo desalentado.

No puedo con mi estrella.
Y busco la muerte por las manos
mirando con cariño las navajas,
y recuerdo aquel hacha compañera,
y pienso en los más altos campanarios
para un salto mortal serenamente.

Si no fuera ¿por qué?… no sé por qué,
mi corazón escribiría una postrera carta,
una carta que llevo allí metida,
haría un tintero de mi corazón,
una fuente de sílabas, de adioses y regalos,
y ahí te quedas, al mundo le diría.

Yo nací en mala luna.
Tengo la pena de una sola pena
que vale más que toda la alegría.

Un amor me ha dejado con los brazos caídos
y no puedo tenderlos hacia más.

¿No veis mi boca qué desengañada,
qué inconformes mis ojos?

Cuanto más me contemplo más me aflijo:
cortar este dolor ¿con qué tijeras?

Ayer, mañana, hoy
padeciendo por todo
mi corazón, pecera melancólica,
penal de ruiseñores moribundos.

Me sobra corazón.

Hoy, descorazonarme,
yo el más corazonado de los hombres,
y por el más, también el más amargo.

No sé por qué, no sé por qué ni cómo
me perdono la vida cada día.






miércoles, 26 de agosto de 2015

EL RAYO DE LUNA

Gustavo Adolfo Bécquer
Sevilla 1836 - Madrid 1870


 Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.


 Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

I

 Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador. Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.


 - ¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? - preguntaba algunas veces su madre.


 - No sabemos -respondían sus servidores: - acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.


 En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes. 



 Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.


 Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.


 Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo. 


 En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.


   ¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.  Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: - Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!… ¿Cómo será su hermosura?… ¿Cómo será su amor?… 


 Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.

II

 Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.


 En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.


 En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla.


Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.


 Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.


 Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.


 La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.


 En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.


 - ¡Una mujer desconocida!… ¡En este sitio!… ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

III

 Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.


 - ¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo… ¡Nadie! -¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces.- Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. - Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado… El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado… ha hablado… ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera… Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil! 


 Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose
con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.


 Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio. -Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.


 Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.


 Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. 


 La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.  En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.


 Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas. 

IV

 Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.


 Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que pifiando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.


 Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.


 Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse
brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y agrieteado paredón de la casa de enfrente. 


 - No cabe duda; aquí vive mi desconocida - murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio… por el postigo de San Saturio se viene a este barrio… en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela… ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?… No hay más; ésta es su casa.


 En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.


 Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.


 Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.  - ¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:


 En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas. 



- Pero ¿y su hija? - interrumpió el joven impaciente; - ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?

 - No tiene ninguna mujer consigo.

 - ¡No tiene ninguna!… Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?

 - ¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

 Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

 V 

 - Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla… ¿En qué?… Eso es lo que no podré decir… pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras… ¿Qué dijo?… ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso… pero aún sin saberlo la encontraré… la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa… yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.




 ¿Cómo serán sus ojos?… Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan… Sí… no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten… Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros… no me engaño, no; eran negros.


 ¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta… porque… ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!


 ¡Su voz!… su voz la he oído… su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.


 Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?


 Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto… ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?


 Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atrevesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

VI

 La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.


 Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas… Estaba desierto. 


 Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.


 Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.


 Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.


 Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.  Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.


 Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.


 - Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?


 - ¡El amor!… El amor es un rayo de luna - murmuraba el joven.


 - ¿Por qué no despertáis de ese letargo? - le decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.


 - ¡La gloria!… La gloria es un rayo de luna.


 - ¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?


 - ¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial;- no quiero nada… es decir, sí quiero… quiero que me dejéis solo… Cantigas… mujeres… glorias… felicidad… mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.


 Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio. 











sábado, 15 de agosto de 2015

LAS FIESTAS DE LA VIRGEN DE LA PALOMA - MADRID





Esta fiesta se remonta a finales del siglo XVIII. Unos niños encontraron un lienzo de la virgen de la Soledad en un viejo corralón, una devota madrileña les compró el cuadro y decidió exponerlo en su casa de la calle de La Paloma. La devoción por la virgen se fue extendiendo por todo el vecindario y finalmente acabó conociéndose por el nombre de la virgen de La Paloma.


La popularidad y devoción a la imagen hizo que pronto tuvieran que trasladar el cuadro a una pequeña ermita, hasta que en 1912 se construyó la iglesia de La Paloma, donde se ha mantenido el lienzo hasta nuestros días.


Lo que empezó siendo sólo una salve la noche del 14 de agosto y una misa el día 15, se ha convertido con el paso del tiempo en toda una semana de celebraciones en honor a la virgen y a la tradición castiza de Madrid.




El cuadro se encuentra en el centro de un retablo situado en la parroquia de la Virgen de la Paloma y de San Pedro el Real, situada en la calle de la Paloma nº 19, en el barrio de La Latina, teniendo también otra entrada por la calle de Toledo nº 98.


Hoy día 15 se celebra una procesión que parte de la Iglesia de la Paloma, siguiendo por la calle de Toledo hasta la plaza de la Cebada. Generalmente suele regresar por calles cercanas a la plaza de la Paja. Es bajada del retablo y despúes llevada por el cuerpo de bomberos ya que es su patrona. Durante su recorrido pueden verse las calles y balcones engalanados con mantones, imágenes de la virgen en diferentes fachadas. Algunos de los asistentes suelen vestirse con trajes de diferentes épocas, imitando en ocasiones la indumentaria tradicional de manolos, chisperos, chulapos y goyescos.


Algunas imágenes de estas celebraciones :


 la Virgen de la Paloma y de San Pedro el Real



Imagen de la iglesia por dentro



Bajada del cuadro por el cuerpo de bomberos


Procesión - Salida de la virgen a las calles de Madrid.


Procesión de la Virgen de la Paloma



Fiesta en las calles de Madrid -  Bailando un chotis.


Calles engalanadas llenas de color


Chulapos y Chulapas celebrando las fiestas.


Balcones adornados con mantones de manila


Las Fiestas de la Paloma 


Cartel de la Zarzuela - La verbena de la Paloma

También estas fiestas fueron inmortalizadas en una Zarzuela "La verbena de la Paloma" con libreto de Ricardo de la Vega y música de Tomás Bretón, que se estrenó el 17 de febrero de 1894 en el Teatro Apolo de Madrid y que ha llegado hasta nuestros días y se sigue representando.


Representación en el Teatro Calderón de Madrid en 1995.
Aquí la dejó para que podéis escucharla - espero que la disfrutéis.