Ilusiones


"No existe ningún problema que no te aporte simultáneamente un don.
Busca los problemas porque necesitas sus dones."

"Justifica tus limitaciones y ciertamente las tendras"

Richard Bach - Ilusiones

viernes, 2 de octubre de 2020

CAMELOT - GLORIA Y CAÍDA - 2.

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Cuando Merlín se enteró de que Uther agonizaba, fue a ver al soberano y le pidió la confirmación que deseaba: que Arturo, único hijo de Uther fuera nombrado rey de los ingleses. Y dicen los cronistas que el rey consintió. Esto sucedió a los dos años del nacimiento del niño.


Pasaron aún trece años antes que Merlín tomara medidas para colocar a Arturo en el trono; trece largos años mientras los príncipes de Inglaterra luchaban y el pueblo padecía; trece años mientras el niño que no sabía que era un rey, alcanzaba la pubertad. Arturo soportó una dura y paciente preparación durante este período y cuando por fin apareció, era realmente regio, un auténtico príncipe y la flor de la caballería.


Se reveló su existencia al mundo en Navidades. Durante las semanas y meses previos, los mensajeros de Merlín cabalgaron por toda Inglaterra, convocando a todos los príncipes del reino a Londres para pedir consejo sobre la coronación de un rey que volvería a unirlos a todos, como lo habían estado con Uther. Durante todo el mes de diciembre, grupos de hombres a caballo recorrieron los polvorientos senderos y desmoronadas carreteras que conducían a la ciudad. Fuera de sus murallas, un campamento enorme creció sobre los altos brezos y helados rastrojos de los campos invernales, un revoltijo de tiendas multicolores y estandartes dorados, todo ello recubierto de una cortina de humo procedente de las fogatas.


Y dentro de ls murallas de Londres, por cuyas estrechas callejas deambulaba Merlín ataviado con su oscura toga de erudito, la magia andaba suelta. En el centro de la ciudad, muy cerca de la torre que fue su antigua fortaleza, se alzaba una pequeña capilla, construida para albergar el altar de algún antiguo dios; un claustro y un patio cubierto de hierba lindaban con ella, recordatorios de que en una ocasión había formado parte de un monasterio. En el patio había una enorme piedra, atravesada por una espada de hoja ancha. Sobre la piedra, en letras que despedían luz propia, había una inscripción: Aquel que extraiga esta espada de la piedra será el rey de toda Inglaterra por derecho de nacimiento.


 T odos los reyes; Lot, Urien de Gorre, Ban de Benwic de Francia, Idres de Cornuales y muchos otros;  fueron a examinar la espada. Eran conscientes de su importancia, pues descendían de tribus expertas en la lucha con espada y de nobles cuyos símbolos del cargo eran piedras sagradas. Por ejemplo el trono en el que se coronaba al rey de Irlanda, era el Lia Fail, la Piedra del Destino, que chillaba cuando el pie del legítimo rey la tocaba. Así pues, todos los reyes ingleses intentaron sacar la espada: ¡A saber la sangre de cuál de ellos dispararía la magia!. Pero la piedra se negó a entregar su tesoro a cualquiera de ellos.


Merlín observó las pruebas sin hacer ningún comentario. Pero el primer día de Navidad, cuando los reyes se reunieron en la sala de la fortaleza, los hizo callar a todos. Con voz fría y seca, les dijo: "No ha llegado aún aquel que conseguirá la espada". Y les dejó que meditaran, que formaran y rompieran alianzas, y conspiraran entre ellos.


La Navidad transcurrió entre murmuraciones y disputas por parte de4 la facciones que maniobraban para obtener el poder. Llegó el nuevo año y con él un sol radiante y un viento helado que recorrió las sinuosas calles de Londres, sacudiendo los postigos de las ventanas y los letreros pintados de tiendas y posadas.


Bajo uno de estos letreros - un arbusto pintado que indicaba una vinatería - había tres hombres aquella mañana de Año Nuevo. Dos de ellos eran bajos de estatura, macizos y morenos al estilo de los galeses. Ambos llevaban cotas de malla; sostenían los yelmos bajo el brazo mientras conversaban con acento del oeste. El tercer hombre era alto y ancho de espaldas, con cabellos de un rojo dorado que el viento alborotaba. Era tan fuerte, tan natural su elegancia, que parecía capturar y retener la luz del sol, y aunque vestía la túnica y capa de un escudero, atraía las miradas de los transeúntes. Permanecía apoyado en la pared de la vinatería, sin prestar atención a los admirados comentarios de las amas de casa y escuchaba a sus compañeros. Aquel joven era Arturo, un elegante hidalgo no lo bastante mayor, al parecer, para el título de caballero. Los otros dos eran Kay, a quien creía su hermano mayor y Ector, su supuesto padre. Los tres acababan de llegar de los dominios galeses de Ector.


Kay, siempre colérico, estaba de mal humos, pues había olvidado su espada en el campamento situado fuera de las murallas de la ciudad. Los rudos comentarios de su padre sobre su negligencia enfurecían al joven quien, reacio a pelar con su padre; e incapaz de hacerlo; se volvió contra Arturo y le ordenó ir a buscar la espada.


Arturo, harto de charlas y contento de hacer algo, le respondió con una desenvuelta semirreverencia y se alejó calle abajo por entre las torcidas casas de madera, zigzagueando entre los charcos helados, los cerdos que hurgaban en la basura, las pescaderas con sus pesados cestos y los panaderos con sus montañas de enormes hogazas redondas de pan. Al final del sendero, un anciano le tiró de la manga. La dorada cabeza se inclinó un instante, escuchando con cortesía. Después, con el anciano andando a su lado, Arturo dobló la esquina y desapareció.


Cuando regresó al cabo de una hora, tenía el rostro contraído y serio, pero sus ojos relucían. Su mano sujetaba un espadón sin vaina. Enarcó las cejas inquisitivo al ver  a su hermano solo y éste señaló en dirección a la vinatería, a donde Ector había entrado. Luego extendió las manos para recibir la espada. Arturo depositó la hoja con suavidad sobre las manos de Kay al tiempo que decía:

- Esta espada es mía, hermano.

El joven la dio vuelta para examinar la filigrana que adornaba la empuñadura y las ágatas y cornalinas que brillaban entre el oro y repuso:

- Ésta no es una de nuestras espadas. ¿De quién es?

- En el patio de una iglesia situada junto a la fortaleza hay una piedra - explicó Arturo - Esta espada estaba en la piedra. La invoqué como me dijeron y logre sacarla.

- Yo soy el mayor - declaró Kay, mirándolo fijamente con ojos entrecerrados. Después llamó a gritos a su padres, cuyo rostro apareció en la ventana de la tienda.

"Señor - dijo Kay -, ésta es la espada de la piedra sagradas de que hemos oído hablar. Yo la he encontrado; me proporcionará una corona.

Arturo hizo un veloz movimiento que contuvo al instante. El rostro de Ector desapareció de la ventana y en un instante se reunió con ellos. El anciano contempló inexpresivo a sus hijos, uno ardiendo de furia, el otro desafiante, pero temblando tanto que las joyas de la espada que sostenía centelleaban bajo la luz de sol.


- Vayamos, pues, al lugar donde está la piedra - ordenó Ector.

Así lo hicieron y cuando se encontraron en el silencioso patio junto a la piedra vacía, Ector se volvió hacia Kay.

- Hijo - dijo -, jura ahora por tu honor que tú mismo encontraste la espada que sostienes y la arrancaste de la piedra.

Los muros mismos del patio parecieron suspirar y escuchar. Finalmente Kay negó con la cabeza.

- He mentido - dijo -. Mi hermano encontró la piedra y arrancó de ella la espada. Y devolvió la espada al muchacho.

- Veamos, pues - repuso Ector.



 A  indicación suya, Arturo volvió a colocar la espada en la enorme piedra. Ector intentó sacarla; la empuñadura ardía en su mano, dijo, pero la espada no se movió. Kay lo intentó, pero el arma permaneció encajada en su pétrea prisión. Por fin, Arturo rodeó con las manos la dorada empuñadura. Las letras de la piedra resplandecieron y con un siseo metálico, la espada se soltó.


Ector cayó lentamente de rodillas. Posó las manos sobre las de Arturo, que sujetaban la empuñadura de la espada, e inició la solemne recitación de un juramento de lealtad. Mientras lo hacía, Kay se arrodillo a su lado.

- Padre - exclamó Arturo, cuando Ector hubo concluido -, no os arrodilléis.

- No, mi señor, no soy vuetro padre sino tan sólo aquel que os crio y enseñó. Sabía muy bien que erais de sangre más noble que la mía.

- Eso es cierto - dijo otra voz. Un rostro brilló entre las sombras del claustro y apareció Merlín.

- Vos sois el que me trajo al niño para que lo cuidara - profirió Ector.

- Vos sois el que me guio hasta esta piedra - exclamó Arturo.

- Lo soy - replicó el hechicero-. Yo soy quien os ha conducido al trono, hijo de Uther Pendragon, Supremo Monarca de Inglaterra.

Arturo alzó la cabeza; su mano se cerró con fuerza sobre la empuñadura de la espada mientras el manto del poder lo envolvía y su voz era clara al reclamar la corona.

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