Ilusiones


"No existe ningún problema que no te aporte simultáneamente un don.
Busca los problemas porque necesitas sus dones."

"Justifica tus limitaciones y ciertamente las tendras"

Richard Bach - Ilusiones

miércoles, 9 de diciembre de 2015

VICENTE ALEIXANDRE - POEMAS


(Sevilla, 26 de abril de 1898 – Madrid, 13 de diciembre de 1984)
Premio Nobel de Literatura en 1977.






N O M B R E
    
Mía eres - Pero otro
es aparentemente tu dueño, Por eso,
cuando digo tu nombre,
algo oculto se agita en mi alma.
Tu nombre suave, apenas pasado delicadamente por mi labio.
Pasa, se detiene en el borde, un instante se queda
y luego vuela, ligero ¿quién lo creyera? hecho puro sonido.

Me duele tu nombre como tú misma dolorosa carne en mis labios.
No sé si él emerge de mi pecho. Allí estaba
dormido, celeste, acaso luminoso. Recorría mi sangre
su sabido dominio, pero llegaba un instante
en que pasaba por la secreta yema donde tú residías,
 secreto nombre, nunca sabido, por nadie aprendido,
doradamente quieto, cubierto sólo, sin ruido, por mí leve sangre.

Ella luego te traía a mis labios. Mi sangre pasaba
con su luz todavía por mi boca. Y yo entonces estaba
hablando con alguien.
Y arribaba el momento en que tú nombre con mi sangre
pasaba por mi labio.
Un instante mi labio por virtud de su sangre sabía
a ti, y se ponía dorado, luminoso, brillaba de tu sabor
sin que nadie lo viera.

¡Oh, cuán dulce era callar entonces, un momento¡
Tu nombre.
¿Decirlo?
¿Dejarlo que brillara, secreto, revelado a los otros?
 ¡Oh, callarlo, más secretamente que nunca, tenerlo
en la boca, sentirlo
continuo, dulce, lento, sensible sobre la lengua y luego,
cerrando los ojos, dejarlo pasar al pecho
de nuevo, en su paz querida, en la visita callada
que se alberga, se aposenta y delicadamente se funde¡

Hoy tu nombre, está aquí. No decirlo, no decirlo jamás
como un beso
que nadie daría, como nadie daría los labios a otro amor
sino al suyo.  



EL ÚLTIMO AMOR

                         I
Amor mío, amor mío,
Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo.
Y acaba de irse aquella que nos quería. Acaba de
salir. Acabamos de oír cerrarse la puerta.
Todavía nuestros brazos están tendidos. Y la voz
se queja en la garganta.
Amor mío...
Cállate. Vuelve sobre tus pasos. Cierra despacio
la puerta, si es que no quedó bien cerrada.
Regrésate.
Siéntate ahí, y descansa.
No, no oigas el ruido de la calle. No vuelve. No
puede volver.
Se ha marchado, y estás solo.
No levantes los ojos para mirarlo todo, como si en
todo aún estuviera.
Se está haciendo de noche.
Ponte así: tu rostro en tu mano.
Apóyate. Descansa.
Te envuelve dulcemente la oscuridad, y
lentamente te borra.
Todavía respiras. Duerme.
Duerme si puedes. Duermes poquito a poco, deshaciéndote,
desliéndote en la noche que poco a poco te anega.

¿No oyes? No, ya no oyes. El puro
silencio eres tú, oh dormido, oh abandonado,
oh! solitario.
¡Oh, si yo pudiera hacer
que nunca más despertases!


                         II
Las palabras del abandono. Las de la amargura.
Yo mismo, sí, yo y no otro.
Yo las oí. Sonaban como las demás. Daban el mismo sonido.
Las decían los mismos labios, que hacían el mismo movimiento.
Pero no se las podía oír igual. Porque significan: las palabras
significan. Ay, si las palabras fuesen sólo un suave sonido,
y cerrando los ojos se pudiese escuchar en el sueño...
yo las oí. Y su sonido final fue como el de una llave que se cierra.
Como un portazo.
Las oí, y quedé mudo.
Y oí los pasos que se alejaron.
Volví, y me senté. Silenciosamente
cerré la puerta yo mismo, sin ruido.
Y me senté. Sin sollozo.
Sereno, mientras la noche empezaba.
La noche larga. Y apoyé mi cabeza en mi mano.
Y dije...

Pero no dije nada. Moví mis labios. Suavemente,
Suavísimamente.
Y dibujé todavía
el último gesto, ese
que yo ya nunca repetiría.

                   III
Porque era el último amor. ¿No lo sabes?
Era el último. Duérmete. Calla.
Era el último amor...
Y  es de noche.

TRIUNFO DEL AMOR



Brilla la luna entre el viento de otoño, 
en el cielo luciendo como un dolor largamente sufrido. 
Pero no será, no, el poeta quien diga 
los móviles ocultos, indescifrable signo 
de un cielo líquido de ardiente fuego que anegara las  almas, 
si las almas supieran su destino en la tierra. 

La luna como una mano, 
reparte con la injusticia que la belleza usa, 
sus dones sobre el mundo. 
Miro unos rostros pálidos. 
Miro rostros amados. 
No seré yo quien bese ese dolor que en cada rostro asoma. 
Sólo la luna puede cerrar, besando, 
unos párpados dulces fatigados de vida. 
Unos labios lucientes, labios de luna pálida, 
labios hermanos para los tristes hombres, 
son un signo de amor en la vida vacía, 
son el cóncavo espacio donde el hombre respira 
mientras vuela en la tierra ciegamente girando. 

El signo del amor, a veces en los rostros queridos 
es sólo la blancura brillante, 
la rasgada blancura de unos dientes riendo.

Entonces sí que arriba palidece la luna, 
los luceros se extinguen 
y hay un eco lejano, resplandor en oriente, 
vago clamor de soles por irrumpir pugnando. 
¡Qué dicha alegre entonces cuando la risa fulge! 
Cuando un cuerpo adorado; 
erguido en su desnudo, brilla como la piedra, 
como la dura piedra que los besos encienden. 
Mirad la boca. Arriba relámpagos diurnos 
cruzan un rostro bello, un cielo en que los ojos 
no son sombra, pestañas, rumorosos engaños, 
sino brisa de un aire que recorre mi cuerpo 
como un eco de juncos espigados cantando 
contra las aguas vivas, azuladas de besos. 

El puro corazón adorado, la verdad de la vida, 
la certeza presente de un amor irradiante, 
su luz sobre los ríos, su desnudo mojado, 
todo vive, pervive, sobrevive y asciende 
como un ascua luciente de deseo en los cielos. 

Es sólo ya el desnudo. Es la risa en los dientes. 
Es la luz o su gema fulgurante: los labios. 
Es el agua que besa unos pies adorados, 
como un misterio oculto a la noche vencida. 

¡Ah maravilla lúcida de estrechar en los brazos 
un desnudo fragante, ceñido de los bosques! 
¡Ah soledad del mundo bajo los pies girando, 
ciegamente buscando su destino de besos! 
Yo sé quien ama y vive, quien muere y gira y vuela. 
Sé que lunas se extinguen, renacen, viven, lloran. 
Sé que dos cuerpos aman, dos almas se confunden.
                     



EL AMOR NO ES RELIEVE

Hoy te quiero declarar mi amor.

Un río de sangre, un mar de sangre es este beso estrellado sobre tus labios. Tus dos pechos son muy pequeños para resumir una historia. Encántame. Cuéntame el relato de ese lunar sin paisaje. Talado por el bosque por el que yo me padecería, llanura clara.

Tu compañía es un abecedario. Me acabaré sin oírte. Las nubes no salen de tu cabeza, pero hay peces que no respiran. No lloran tus pelos caídos porque yo los recojo sobre tu nuca. Te estremeces de tristeza porque las alegrías van en volandas. Un niño sobre mi brazo cabalga secretamente. En tu cintura no hay nada más que mi tacto quieto. Se te saldrá el corazón por la boca mientras la tormenta se hace morada. Este paisaje está muerto. Una piedra caída indica que la desnudez se va haciendo. Reclínate clandestinamente. En tu frente hay dibujos ya muy gastados. Las pulseras de oro ciñen el agua y tus brazos son limpios, limpios de referencia. No me ciñas el cuello, que creeré que se va a hacer de noche. Los truenos están bajo tierra. El plomo no puede verse. Hay una asfixia que me sale de la boca. Tus dientes blancos están en el centro de la tierra. Pájaros amarillos bordean tus pestañas. No llores. Si yo te amo. Tu pecho no es de albahaca; pero esa flor, caliente. Me ahogo. El mundo se está derrumbando cuesta abajo. Cuando yo me muera.

Crecerán los magnolios. Mujer, tus axilas son frías. Las rosas serán tan grandes que ahogarán todos los ruidos. Bajo los brazos se puede escuchar el latido del corazón de gamuza. ¡Qué beso! Sobre la espalda una catarata de agua helada te recordará tu destino. Hijo mío. - La voz casi muda. - Pero tu voz muy suave, pero la tos muy ronca escupirá las flores oscuras. Las luces se hincarán en tierra, arraigándose a mediodía. Te amo, te amo, no te amo. Tierra y fuego en tus labios saben a muerte perdida. Una lluvia de pétalos me aplasta la columna vertebral. Me arrastraré como una serpiente. Un pozo de lengua seca cavado en el vacío alza su furia y golpea mi frente. Me descrismo y derribo, abro los ojos contra el cielo mojado. El mundo llueve sus cañas huecas. Yo te he amado, yo. ¿Dónde estás, que mi soledad no es morada? Seccióname con perfección y mis mitades vivíparas se arrastrarán por la tierra cárdena.

Antología esencial, De pasión de la tierra



Del color de la nada 

Se han entrado ahora mismo una a una las luces del verano, sin que nadie sospeche el color de sus manos.


Cuando las almas quietas olvidaban la música callada, cuando la severidad de las cosas consistía en un frío color de otro día. No se reconocían los ojos equidistantes, ni los pechos se henchían con ansia de saberlo. Todo estaba en el fondo del aire con la misma serenidad con que las muchachas vestidas andan tendidas por el suelo imitando graciosamente al arroyo. Pero nadie moja su piel, porque todos saben que el sol da notas altas, tan altas que los corazones se hacen cárdenos y los labios e otro, y los bores de los vestidos floren todos de florecillas moradas. En la coyunturas de los brazos duelen unos niños pequeños como yemas. Y hay quien llora lágrimas del color de la ira. Pero solo por equivocación, porque lo que hay que llorar son todas esas soñolientas caricias que al borde de los lagrimales esperan solo que la tarde caiga para rodar al estanque, al cielo de otro plomo que no nota las puntas de las manos por fina que la piel se haga al tacto, al amor que está invadiendo con la noche.


Pero todos callaban. Sentados como siempre al límite de las sillas, húmedas las paredes y prontas a secarse tan pronto como sonase la voz del zapato más antiguo, las cabezas todas vacilaban entre las ondas de azúcar, de viento, de pájaros invisibles que estaban saliendo de los oídos virginales. De todos aquellos seres de palo. Quería existir un denso crecimiento de nadas palpitantes y el ritmo de la sangre golpeaba sobre la ventana pidiendo al azul del cielo un rompimiento de esperanza. Las mujeres de encaje yacían en sus asientos, despedidas de su forma primera. Y se ignoraba todo, hasta el número de los senos ausentes. Pero los hombres cantaban. Inútil que cabezas de níquel brillasen a cuatro metros sobre el suelo, sin alas, animando con sus miradas de ácidos el muerto calor de la lenguas insensibles. Inútil que los maniquíes derramados ofreciesen, ellos, su desnudez al aire circundante, ávido de sus respuestas. Los hombres no sabían cuándo acabaría el mundo. Ni siquiera conocían el área de su cuarto, ni tan siquiera si sus dedos servirían para hacer el signo de la cruz. Se iban ahogando las paredes. Se veía venir el minuto en que los ojos, salidos de su esfera, acabarían brillando como puntos de dolor, con peligro de atravesarse en las gargantas. Se adivinaba la certidumbre de que las montañas acabarían reuniéndose fatalmente, sin que  pudieran impedirlo las manos de todos los niños de la tierra. El día en que se aplastaría la existencia como un huevo vacío que acabamos de sacarnos de la boca, ante el estupor de las aves pasajeras.

Ni un grito. Ni una lluvia de ceniza. Ni tan solo un dedo de Dios para saber que está frío. La nada es un cuento de infancia que se pone blanco cuando le falta el respiro. Cuando ha llegado el instante de comprender que la sangre no existe. Que si me abro una vena, puedo escribir con su tiza parada:"En los bolsillos vacíos no pretendáis encontrar un silencio".



Ascensión del vivir


Aquí tú, aquí yo: aquí nosotros. Hemos subido despacio esa montaña.
¿Cansada estás, fatigada estás? "¡Oh, no!", y me sonríes.

Y casi con dulzura.

Estoy oyendo tu agitada respiración y miro tus ojos.
Tú estás mirando el larguísimo paisaje profundo allá al fondo.
Todo él lo hemos recorrido. Oh, sí, no te asombres.

Era por la mañana cuando salimos. No nos despedía nadie. Salíamos furtivamente,
y hacía un hermoso sol allí por el valle.

El mediodía soleado, la fuente, la vasta llanura, los alcores, los médanos;
aquel barranco, como aquella espesura: las alambradas, los espinos,
las altas águilas vigorosas.

Y luego aquel puerto, la cañada suavísima, la siesta en el frescor sedeño.
¿Te acuerdas? Un día largo, larguísimo: a instantes dulces; a fatigosos pasos; con pie muy herido:
casi con alas.


Y ahora de pronto, estamos. ¿Dónde? En lo alto de una montaña.


Todo ha sido ascender, hasta las quebradas, hasta los descensos,
hasta aquel instante que yo dudé y rodé y quedé
con mis ojos abiertos, cara a un cielo que mis pupilas
de vidrio no reflejaban.


Y todo ha sido subir, lentamente ascender,
lentísimamente alcanzar,
casi sin darnos cuenta.


Y aquí estamos en lo alto de la montaña, con cabellos blancos y puros como la nieve.
Todo es serenidad en la cumbre. Sopla un viento sensible,
desnudo de olor, transparente.

Y la silenciosa nieve que nos rodea
augustamente nos sostiene, mientras estrechamente abrazados
miramos al vasto paisaje desplegado,
todo él ante nuestra vista.

Todo él iluminado por el permanente sol
que aún alumbra nuestras cabezas.
 Historia del corazón










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