Ilusiones


"No existe ningún problema que no te aporte simultáneamente un don.
Busca los problemas porque necesitas sus dones."

"Justifica tus limitaciones y ciertamente las tendras"

Richard Bach - Ilusiones

martes, 13 de septiembre de 2016

LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ

Al poeta Juan Ramón Jiménez

            I

   Siendo mozo Alvargonzález, 
Antonio Machado

dueño de mediana hacienda, 
que en otras tierras se dice 
bienestar y aquí, opulencia,

   en la feria de Berlanga 
prendóse de una doncella, 
y la tomó por mujer 
al año de conocerla.

   Muy ricas las bodas fueron,
y quien las vio las recuerda; 
sonadas las tornabodas 
que hizo Alvar en su aldea:

   hubo gaitas, tamboriles, 
flauta, bandurria y vihuela, 
fuegos a la valenciana 
y danza a la aragonesa.

            II

   Feliz vivió Alvargonzález 
en el amor de su tierra. 
Naciéronle tres varones, 
que en el campo son riqueza,

   y, ya crecidos, los puso, 
uno a cultivar la huerta, 
otro a cuidar los merinos, 
y dio el menor a la Iglesia.

            III

   Mucha sangre de Caín 
tiene la gente labriega, 
y en el hogar campesino 
armó la envidia pelea.
   Casáronse los mayores; 
tuvo Alvargonzález nueras, 
que le trujeron cizaña
antes que nietos le dieran.
  La codicia de los campos 
ve tras la muerte la herencia; 
no goza de lo que tiene 
por ansia de lo que espera.

   El menor, que a los latines 
prefería las doncellas 
hermosas y no gustaba 
de vestir por la cabeza, 
colgó la sotana un día 
y partió a lejanas tierras.

La madre lloró, y el padre 
diole bendición y herencia.

            IV

   Alvargonzález ya tiene 
la adusta frente arrugada, 
por la barba le platea 
la sombra azul de la cara.
  Una mañana de otoño 
salió solo de su casa; 
no llevaba sus lebreles, 
agudos canes de caza.
   Iba triste y pensativo 
por la alameda dorada; 
anduvo largo camino 
y llegó a una fuente clara.
   Echóse en la tierra; puso 
sobre una piedra la manta, 
y a la vera de la fuente 
durmió al arrullo del agua.

        EL SUEÑO

            I

  Y Alvargonzález veía, 
como Jacob, una escala 
que iba de la tierra al cielo, 
y oyó una voz que le hablaba.
Mas las hadas hilanderas, 
entre las guedijas blancas 
y vellones de oro, han puesto 
un mechón de negra lana.

            II

Tres niños están jugando 
a la puerta de su casa; 
entre los mayores brinca 
un cuervo de negras alas.
La mujer vigila, cose,
y a ratos, sonríe y canta.

—Hijos, ¿qué hacéis? — les pregunta.

Ellos se miran y callan.

—Subid al monte, hijos míos, 
y antes que la noche caiga, 
con un brazado de estepas 
hacedme una buena llama.

            III

   Sobre el lar de Alvargonzález 
está la leña apilada; 
el mayor quiere encenderla, 
pero no brota la llama.
—Padre, la hoguera no prende, 
está la estepa mojada.

   Su hermano viene a ayudarle 
y arroja astillas y ramas 
sobre los troncos de roble; 
pero el rescoldo se apaga.

   Acude el menor, y enciende, 
bajo la negra campana 
de la cocina, una hoguera 
que alumbra toda la casa.

            IV

   Alvargonzález levanta 
en brazos al más pequeño 
y en sus rodillas lo sienta.
—Tus manos hacen el fuego...
Aunque el último naciste, 
tú eres en mi amor primero.

   Los dos mayores se alejan 
por los rincones del sueño.

   Entre los dos fugitivos 
reluce un hacha de hierro.

      AQUELLA TARDE...

            I

   Sobre los campos desnudos, 
la Luna llena manchada 
de un arrebol purpurino, 
enorme globo, asomaba.

   Los hijos de Alvargonzález 
silenciosos caminaban, 
y han visto al padre dormido 
junto de la fuente clara.

            II

   Tiene el padre entre las cejas 
un ceño que le aborrasca 
el rostro, un tachón sombrío 
como la huella de un hacha.

   Soñando está con sus hijos, 
que sus hijos lo apuñalan; 
y cuando despierta, mira 
que es cierto lo que soñaba.

            III

   A la vera de la fuente 
quedó Alvargonzález muerto.
Tiene cuatro puñaladas 
entre el costado y el pecho, 
por donde la sangre brota, 
más un hachazo en el cuello.
Cuenta la hazaña del campo 
el agua clara corriendo, 
mientras los dos asesinos 
huyen hacia los hayedos.
Hasta la Laguna Negra, 
bajo las fuentes del Duero, 
llevan el muerto, dejando 
detrás un rastro sangriento; 
y en la laguna sin fondo, 
que guarda bien los secretos, 
con una piedra amarrada 
a los pies, tumba le dieron.

            IV

   Se encontró junto a la fuente 
la manta de Alvargonzález, 
y, camino del hayedo, 
se vio un reguero de sangre.
Nadie de la aldea ha osado 
a la laguna acercarse, 
y el sondarla inútil fuera, 
que es la laguna insondable.
Un buhonero, que cruzaba 
aquellas tierras errante, 
fué en Dauria acusado, preso 
y muerto en garrote infame.

            V

   Pasados algunos meses, 
la madre murió de pena.
Los que muerta la encontraron,
dicen que las manos yertas 
sobre su rostro tenía, 
oculto el rostro con ellas.

            VI

   Los hijos de Alvargonzález 
ya tienen majada y huerta, 
campos de trigo y centeno 
y prados de fina hierba; 
en el olmo viejo, hendido 
por el rayo, la colmena, 
dos yuntas para el arado, 
un mastín y cien ovejas. 


      OTROS DÍAS

            I

   Ya están las zarzas floridas,
y los ciruelos blanquean; 
ya las abejas doradas 
liban para sus colmenas, 
y en los nidos, que coronan 
las torres de las iglesias, 
asoman los garabatos 
ganchudos de las cigüeñas.
Ya los olmos del camino 
y chopos de las riberas 
de los arroyos, que buscan 
al padre Duero, verdean.
El cielo está azul, los montes 
sin nieve son de violeta.
La tierra de Alvargonzález 
se colmará de riqueza; 
muerto está quien la ha labrado, 
mas no le cubre la tierra.

            II

   La hermosa tierra de España 
adusta, fina y guerrera 
Castilla, de largos ríos, 
tiene un puñado de sierras 
entre Soria y Burgos como 
reductos de fortaleza, 
como yelmos crestonados, 
y Urbión es una cimera.

            III

   Los hijos de Alvargonzález, 
por una empinada senda, 
para tomar el camino 
de Salduero a Covaleda, 
cabalgan en pardas mulas, 
bajo el pinar de Vinuesa.
Van en busca de ganado 
con que volver a su aldea, 
y por tierra de pinares 
larga jornada comienzan.
Van Duero arriba, dejando 
atrás los arcos de piedra 
del puente y el caserío 
de la ociosa y opulenta 
villa de indianos. El río. 
al fondo del valle, suena, 
y de las cabalgaduras 
los cascos baten las piedras.

A la otra orilla del Duero 
canta una voz lastimera:
"La tierra de Alvargonzález 
se colmará de riqueza, 
y el que la tierra ha labrado 
no duerme bajo la tierra."

            IV

   Llegados son a un paraje 
en donde el pinar se espesa, 
y el mayor, que abre la marcha, 
su parda mula espolea, 
diciendo: —Démonos prisa,
porque son más de dos leguas 
de pinar y hay que apurarlas 
antes que la noche venga.

   Dos hijos del campo, hechos 
a quebradas y asperezas, 
porque recuerdan un día 
la tarde en el monte tiemblan.
Allá en lo espeso del bosque 
otra vez la copla suena:

"La tierra de Alvargonzález 
se colmará de riqueza, 
y el que la tierra ha labrado 
no duerme bajo la tierra".

            V

   Desde Salduero el camino 
va al hilo de la ribera; 
a ambas márgenes del río 
el pinar crece y se eleva, 
y las rocas se aborrascan, 
al par que el valle se estrecha.
Los fuertes pinos del bosque 
con sus copas gigantescas 
y sus desnudas raíces 
amarradas a las piedras; 
los de troncos plateados,
cuyas frondas azulean, 
pinos jóvenes; los viejos, 
cubiertos de blanca lepra, 
musgos y líquenes canos 
que el grueso tronco rodean, 
colman el valle y se pierden 
rebasando ambas laderas.

Juan, el mayor, dice: —Hermano, 
si Blas Antonio apacienta 
cerca de Urbión su vacada, 
largo camino nos queda.
—Cuando hacia Urbión alarguemos 
se puede acortar de vuelta, 
tomando por el atajo, 
hacia la Laguna Negra,
y bajando por el puerto 
de Santa Inés a Vinuesa.
—Mala tierra y peor camino. 
Te juro que no quisiera 
verlos otra vez. Cerremos 
los tratos en Covaleda; 
hagamos noche y, al alba, 
volvámonos a la aldea 
por este valle, que, a veces, 
quien piensa atajar rodea.

   Cerca del río cabalgan 
los hermanos, y contemplan 
cómo el bosque centenario, 
al par que avanzan, aumenta, 
y la roqueda del monte 
el horizonte les cierran.
El agua, que va saltando, 
parece que canta o cuenta:

"La tierra de Alvargonzález 
se colmará de riqueza, 
y el que la tierra ha labrado 
no duerme bajo la tierra". 


       CASTIGO

            I

   Aunque la codicia tiene 
redil que encierre la oveja, 
trojes que guarden el trigo, 
bolsas para la moneda, 
y garras, no tiene manos 
que sepan labrar la tierra.
Así, a un año de abundancia 
siguió un año de pobreza.

            II

   En los sembrados crecieron 
las amapolas sangrientas; 
pudrió el tizón las espigas 
de trigales y de avenas; 
hielos tardíos mataron 
en flor la fruta en la huerta, 
y una mala hechicería 
hizo enfermar las ovejas.

   A los dos Alvargonzález 
maldijo Dios en sus tierras, 

y al año pobre siguieron 
luengos años de miseria.

            III

   Es una noche de invierno. 
Cae la nieve en remolinos. 
Los Alvargonzález velan 
un fuego casi extinguido.
El pensamiento amarrado 
tienen a un recuerdo mismo, 
y en las ascuas mortecinas 
Paisaje nevado en tierras de Soria
del hogar los ojos fijos.
No tienen leña ni sueño.
Larga es la noche y el frío 
mucho. Un candilejo humea 
en el muro ennegrecido.
El aire agita la llama, 
que pone un  fulgor rojizo 
sobre las dos pensativas  
testas de los asesinos.
El mayor de Alvargonzález, 
lanzando un ronco suspiro, 
rompe el silencio, exclamando:

—Hermano, ¡qué mal hicimos!

   El viento la puerta bate,
hace temblar el postigo, 
y suena en la chimenea 
con hueco y largo bramido.
Después, el silencio vuelve, 
y a intervalos el pabilo 
del candil chisporrotea 
en el aire aterecido.
El segundón dijo: —¡Hermano, 
demos lo viejo al olvido!

      EL VIAJERO


            I

   Es una noche de invierno. 
Azota el viento las ramas 
de los álamos. La nieve 
ha puesto la tierra blanca.
Bajo la nevada, un hombre 
por el camino cabalga; 
va cubierto hasta los ojos, 
embozado en lengua capa.
Entrado en la aldea, busca 
de Alvargonzález la casa, 
y ante su puerta llegado, 
sin echar pie a tierra, llama.

            II

  Los dos hermanos oyeron 
una aldabada a la puerta, 
y de una cabalgadura 
los cascos sobre las piedras.
Ambos los ojos alzaron,
llenos de espanto y sorpresa.

—¿Quién es?  ¡Responda! —gritaron.
—¡Miguel! —respondieron fuera.

Era la voz del viajero 
que partió a lejanas tierras.

            III

  Abierto el portón, entróse 
a caballo el caballero 
y echó pie a tierra. Venía 
todo de nieve cubierto.
En brazos de sus hermanos 
lloró algún rato en silencio.
Después dio el caballo al uno, 
al otro, capa y sombrero, 
y en la estancia campesina 
buscó el arrimo del fuego.

            IV

   El menor de los hermanos, 
que, niño y aventurero,
fué más allá de los mares 
y hoy torna indiano opulento, 
vestía con negro traje 
de peludo terciopelo, 
ajustado a la cintura 
por ancho cinto de cuero.
Gruesa cadena formaba 
un bucle de oro en su pecho.
Era un hombre alto y robusto, 
con ojos grandes y negros 
llenos de melancolía; 
la tez de color moreno, 
y sobre la frente comba 
enmarañados cabellos.
El hijo que saca porte 
señor de padre labriego, 
a quien fortuna le debe 
amor, poder y dinero. 
De los tres Alvargonzález 
era Miguel el más bello; 
porque al mayor afeaba 
el muy poblado entrecejo 
bajo la frente mezquina, 
y al segundo, los inquietos 
ojos que mirar no saben 
de frente, torvos y fieros.

            V

  Los tres hermanos contemplan 
el triste hogar en silencio; 
y con la noche cerrada 
arrecia el frío y el viento.

—Hermanos, ¿no tenéis leña?
dice Miguel.

           —No tenemos 
responde el mayor.

                         Un hombre, 
milagrosamente ha abierto 
la gruesa puerta cerrada 
con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene 
el rostro del padre muerto.
Un halo de luz dorada 
orla sus blancos cabellos. 
Lleva un haz de leña al hombro 
y empuña un hacha de hierro.

       EL INDIANO

            I

    De aquellos campos malditos, 
Miguel a sus dos hermanos 
compró una parte: que mucho 
caudal de América trajo, 
y aun en tierra mala, el oro 
luce mejor que enterrado, 
y más en mano de pobres 
que oculto en orza de barro.

   Dióse a trabajar la tierra 
con fe y tesón el indiano, 
y a laborar los mayores 
sus pegujales tornaron.

   Ya con macizas espigas, 
preñadas de rubios granos, 
a los campos de Miguel 
tornó el fecundo verano; 
y ya de aldea en aldea 
se cuenta como un milagro, 
que los asesinos tienen 
la maldición en sus campos.

   Ya el pueblo canta una copla 
que narra el crimen pasado:

"A la orilla de la fuente 
lo asesinaron.
¡Qué mala muerte le dieron 
los hijos malos!
En la laguna sin fondo 
al padre muerto arrojaron.
No duerme bajo la tierra 
el que la tierra ha labrado".

            II

   Miguel, con sus dos lebreles 
y armado de su escopeta, 
hacia el azul de los montes, 
en una tarde serena, 
caminaba entre los verdes 
chopos de la carretera, 
y oyó una voz que cantaba:

"No tiene tumba en la tierra. 
Entre los pinos del valle 
del Revinuesa, 
al padre muerto llevaron 
hasta la Laguna Negra...". 


       LA CASA

            I

   La casa de Alvargonzález 
era una casona vieja, 
con cuatro estrechas ventanas, 
separada de la aldea 
cien pasos, y entre dos olmos 
que, gigantes centinelas, 
sombra le dan en verano, 
y en el otoño hojas secas.

   Es casa de labradores, 
gente, aunque rica, plebeya, 
donde el hogar humeante, 
con sus escaños de piedra,
se ve sin entrar, si tiene 
abierta al campo la puerta.

   Al arrimo del rescoldo 
del hogar borbollonean 
dos pucherillos de barro, 
que a dos familias sustentan.

   A diestra mano, la cuadra 
y el corral, a la siniestra, 
huerto y abejar, y al fondo, 
una gastada escalera 
que va a las habitaciones,
partidas en dos viviendas.

   Los Alvargonzález moran 
con sus mujeres en ellas. 
A ambas parejas que hubieron, 
sin que lograrse pudieran, 
dos hijos, sobrado espacio 
les da la casa paterna.

   En una estancia que tiene 
luz al huerto, hay una mesa 
con gruesa tabla de roble, 
dos sillones de vaqueta, 
colgado en el muro, un negro 
ábaco de enormes cuentas, 
y unas espuelas mohosas 
sobre un arcón de madera.

   Era una estancia olvidada 
donde hoy Miguel se aposenta. 
Y era allí donde los padres 
veían en primavera 
el huerto en flor, y en el cielo 
de mayo, azul, la cigüeña 
—cuando las rosas se abren 
y los zarzales blanquean,— 
que enseñaba a sus hijuelos 
a usar de las alas lentas.

   Y en las noches del verano, 
cuando la calor desvela, 
desde la ventana al dulce 
ruiseñor cantar oyeran.

   Fue allí donde Alvargonzález, 
del orgullo de su huerta 
y del amor a los suyos, 
sacó sueños de grandeza.

   Cuando en brazos de la madre 
vio la figura risueña 
del primer hijo, bruñida 
de rubio sol la cabeza, 
del niño que levantaba 
las codiciosas, pequeñas 
manos a las rojas guindas 
y a las moradas ciruelas, 
o aquella tarde de otoño, 
dorada, plácida y buena, 
él pensó que ser podría 
feliz el hombre en la tierra.

  Hoy canta el pueblo una copla 
que va de aldea en aldea:

"¡Oh casa de Alvargonzález, 
qué malos días te esperan! 
¡Casa de los asesinos, 
que nadie llame a tu puerta!"

            II

   Es una tarde de otoño. 
En la alameda dorada 
no quedan ya ruiseñores; 
enmudeció la cigarra.

   Las últimas golondrinas, 
que no emprendieron la marcha, 
morirán, y las cigüeñas 
de sus nidos de retamas, 
en torres y campanarios, 
huyeron.

                   Sobre la casa 
de Alvargonzález, los olmos 
sus hojas, que el viento arranca,
van dejando. Todavía 
las tres redondas acacias, 
en el atrio de la iglesia, 
conservan verdes sus ramas, 
y las castañas de Indias 
a intervalos se desgajan 
cubiertas de sus erizos; 
tiene el rosal rosas grana 
otra vez, y en las praderas 
brilla la alegre otoñada.

   En laderas y en alcores, 
en ribazos y en cañadas, 
el verde nuevo y la hierba, 
aún del estío quemada, 
alternan; los serrijones 
pelados, las lomas calvas, 
se coronan de plomizas 
nubes apelotonadas; 
y bajo el pinar gigante, 
entre las marchitas zarzas 
y amarillentos helechos, 
corren las crecidas aguas 
a engrosar el padre río 
por canchales y barrancas.

   Abunda en la tierra un gris 
de plomo y azul de plata, 
con manchas de roja herrumbre, 
todo envuelto en luz violada.

   ¡Oh tierras de Alvargonzález, 
en el corazón de España, 
tierras pobres, tierras tristes, 
tan tristes que tienen alma!

   Páramo que cruza el lobo 
aullando, a la luna clara 
de bosque a bosque; baldíos 
llenos de peñas rodadas, 
donde, roída de buitres,
brilla una osamenta blanca; 
pobres campos solitarios 
sin caminos ni posadas,

¡oh pobres campos malditos, 
pobres campos de mi patria! 


       LA TIERRA

            I

   Una mañana de otoño, 
cuando la tierra se labra, 
Juan y el indiano aparejan 
las dos yuntas de la casa. 
Martín se quedó en el huerto 
arrancando hierbas malas.

            II

   Una mañana de otoño, 
cuando los campos se aran, 
sobre un otero, que tiene 
el cielo de la mañana 
por fondo, la parda yunta 
de Juan lentamente avanza.

   Cardos, lampazos y abrojos, 
avena loca y cizaña, 
llenan la tierra maldita, 
tenaz a pico y a escarda.

   Del corvo arado de roble 
la hundida reja trabaja 
con vano esfuerzo; parece, 
que al par que hiende la entraña 
del campo y hace camino 
se cierra otra vez la zanja.

   "Cuando el asesino labre 
será su labor pesada; 
antes que un surco en la tierra, 
tendrá una arruga en su cara..."

            III

   Martín, que estaba en la huerta 
cavando, sobre su azada 
quedó apoyado un momento; 
frío sudor le bañaba 
el rostro.

               Por el Oriente, 
la Luna llena, manchada 
de un arrebol purpurino, 
lucía tras de la tapia 
del huerto.

                 Martín tenía 
la sangre de horror helada. 
La azada que hundió en la tierra 
teñida de sangre estaba.

            IV

   En la tierra en que ha nacido 
supo afincar el indiano; 
por mujer a una doncella 
rica y hermosa ha tomado.
   La hacienda de Alvargonzález 
ya es suya, que sus hermanos 
todo le vendieron: casa, 
huerto, colmenar y campo.

     LOS ASESINOS 

            I

   Juan y Martín, los mayores 
de Alvargonzález, un día 
pesada marcha emprendieron 
con el alba, Duero arriba.

   La estrella de la mañana 
en el alto azul ardía. 
Se iba tiñendo de rosa 
la espesa y blanca neblina 
de los valles y barrancos, 
y algunas nubes plomizas 
a Urbión, donde el Duero nace, 
como un turbante ponían.

   Se acercaban a la fuente. 
El agua clara corría, 
sonando cual si contara 
una vieja historia, dicha 
mil veces, y que tuviera 
mil veces que repetirla.

   Agua que corre en el campo 
dice en su monotonía: 
"Yo sé el crimen. ¿No es un crimen, 
cerca del agua, la vida?"

  Al pasar los dos hermanos 
relataba el agua limpia:
"A la vera de la fuente 
Alvargonzález dormía".

            II

   —Anoche, cuando volvía 
a casa—  Juan a su hermano 
dijo—, a la luz de la luna 
era la huerta un milagro.

    Lejos, entre los rosales, 
divisé un hombre inclinado 
hacia la tierra; brillaba 
una hoz de plata en su mano.
   Después irguióse y, volviendo 
el rostro, dio algunos pasos 
por el huerto, sin mirarme, 
y a poco lo vi encorvado 
otra vez sobre la tierra.
Tenía el cabello blanco. 
La luz llena brillaba, 
y era la huerta un milagro.

            III

    Pasado habían el puerto 
de Santa Inés, ya mediada 
la tarde, una tarde triste 
de noviembre, fría y parda. 
Hacia la Laguna Negra 
silenciosos caminaban.

            IV

   Cuando la tarde caía, 
entre las vetustas hayas
y los pinos centenarios, 
un rojo sol se filtraba.

   Era un paraje de bosque 
y peñas aborrascadas; 
aquí bocas que bostezan 
o monstruos de tierras garras; 
allí una informe joroba, 
allá una grotesca panza, 
torvos hocicos de fieras 
y dentaduras melladas; 
rocas y rocas, y troncos 
y troncos, ramas y ramas. 
En el hondón del barranco 
la noche, el miedo y el agua.

            V

   Un lobo surgió, sus ojos 
lucían como dos ascuas. 
Era la noche, una noche 
húmeda, oscura y cerrada.

   Los dos hermanos quisieron 
volver. La selva ululaba. 
Cien ojos fieros ardían 
en la selva, a sus espaldas.

            VI


   Llegaron los asesinos 
hasta la Laguna Negra;
agua transparente y muda,
La Laguna Negra, en los montes de Urbión,  Soria
que enorme muro de piedra, 
donde los buitres anidan 
y el eco duerme, rodea; 
agua clara donde beben 
las águilas de la sierra, 
donde el jabalí del monte 
y el ciervo y el corzo abrevan; 
agua pura y silenciosa 
que copia cosas eternas; 
agua impasible que guarda 
en su seno las estrellas.

¡Padre!, gritaron; al fondo 
de la laguna serena 
cayeron, y el eco, ¡Padre! 
repitió de peña en peña.


****************


Arturo Ruiz Castillo dirigió en 1952 la película "La laguna negra" basada en este "cuento-leyenda" de Antonio Machado. Siendo sus principales protagonistas: Maruchi Fresno, Tomás Blanco, José María Lado, María Jesús Valdés, Irene Caba Alba, Félix Fernández, Luis Pérez de León, José Bódalo, Julia Caba Alba, Antonio Riquelme, Fernando Rey (como Miguel) entre otros.






En su octava edición (1952), el Círculo de Escritores Cinematográficos concedió a María Jesús Valdés la Medalla a la mejor actriz principal y a Jesús García Leoz la que premiaba la mejor música. Además, Félix Fernández recibió ese mismo año la Medalla al mejor actor secundario por toda su obra.


Tomás Blanco como Juan, José María Lado como Martín
y Maruchi Fresno como Candela










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