Ilusiones


"No existe ningún problema que no te aporte simultáneamente un don.
Busca los problemas porque necesitas sus dones."

"Justifica tus limitaciones y ciertamente las tendras"

Richard Bach - Ilusiones

lunes, 31 de agosto de 2015

LA DULCE MORADORA DEL MIRTO



Cuando las hadas todavía murmuraban entre las ramas de los árboles, el mirto abundaba en las zonas mediterráneas y era el hogar de una clase de hada muy afectuosa. Quizá fuera porque el árbol había sido sagrado para la diosa del amor: a Venus, escribió un autor de la antigüedad, se la podía encontrar siempre sentada a la sombra de un mirto. En Italia se contaba una historia sobre una de las hadas del mirto.


Hubo una vez un príncipe fascinado por las brillantes hojas y el aromático perfume de cierto mirto que había colocado en una maceta en el balcón de su dormitorio. Esa misma noche - y durante otras seis noches - el príncipe oyó ruido de pisadas y sintió en la oscuridad una caricia tan suave como una pluma; luego una fragante criatura se deslizó bajo sus sábanas, para amarle durante toda la noche.


Sin embargo, con el primer destello del alba ella desaparecía, y el príncipe no conseguía verla. Por fin, para poder capturarla mientras intentaba marchar al amanecer, enrolló un mechón de los cabellos de la criatura a su muñeca y mandó llamar a su chambelán con una luz. El resplandor de la vela mostró a la esbelta cautiva: el hada del mirto, tan dorada como la luz de la vela y sonrojada como las flores que adornaban su árbol. Había amado al príncipe desde el principio y, como consecuencia, sus hojas y troncos se habían transformado en carne y hueso.


El príncipe se sintió hechizado por el hada del mirto, y en los felices días que siguieron la pareja permaneció confinada en la habitación. El amor que el príncipe sentía por su bella compañera, crecía día a día, hasta que finalmente igualó a su pasión, y decidió convertir al hada en su esposa.


Un día, sin embargo, se vio obligado a abandonar a su amada por un tiempo, pues debía cazar un jabalí que asolaba las tierras cercanas al palacio. Pensó que lo mejor era protegerla en su ausencia. el príncipe era un joven apasionado que hasta entonces había llevado una vida despreocupada; desperdigadas por los diferentes palacios de su corte había varias antiguas amantes, que sospechaba, se habrían tornado vengativas y belicosas al verse abandonadas.


Así pues, rogó al hada que regresara a su árbol y permaneciera en él durante su ausencia. Ella aceptó de buen grado, pues era una criatura muy dulce y le amaba, pero pidió al príncipe que atara una campanilla de otro a una de las ramas de modo que cuando regresara de la cacería pudiera liberarla. Sólo tenía que tirar de una cinta de seda que ataría la campanilla al árbol, y el sonido de la campana la llevaría a sus brazos.


Y entonces, con un suspiro, el hada penetró en su árbol y desapareció entre sus ramas, él pudo ver sólo un leve estremecimiento en las brillantes hojas del mirto. Ató la campanilla a una rama y marchó, dando instrucciones a su chambelán para que cuidara fielmente el hermoso árbol.


Transcurrieron los días mientras el príncipe cazaba en el campo. La habitación de los amantes permanecía silenciosa y vacía, a excepción del viento que agitaba las colgaduras del lecho y hacía susurrar las hojas del mirto, a salvo en su maceta del balcón. Por las tardes el chambelán regaba la planta, pero aparte de esto, nadie molestaba al hada.


Una mañana, no obstante, la puerta se abrió y siete mujeres susurrantes se colaron en la habitación. Eran las amantes del príncipe, en busca de la nueva rival, a quien ninguna de ellas había visto. Registraron a fondo la habitación pero no encontraron nada. Finalmente salieron al balcón para reconsiderar la situación.



Mientras las mujeres hablaban, primero una y luego otra empezaron a arrancar distraidamente las brillantes hojas del mirto. Al hacerlo, una de ellas tiró de la cinta que hacía sonar la campanilla de oro. La corteza del árbol se estremeció y de su interior surgió el hada, sonriendo alegremente.


Las celosas mujeres cayeron al instante sobre ella. Centellearon puñales y corrió la sangre, a los pocos segundos no quedaba otra cosa del hada que desparramados pedazos de hueso, destrozadas hojas verdes y pedazos de corteza. Sólo la más joven de las siete mujeres se contuvo: no tomó más que un rizo de los dorados cabellos del hada.


Las mujeres corrieron entonces sigilosamente a sus diferentes habitaciones y nadie en el palacio supo lo que habían hecho.


Por la tarde, el chambelán fue a ocuparse del mirto y, nada más entrar en la habitación se detuvo anonadado ante aquella carnicería. Tras meditar unos instantes, recogió huesos, hojas y corteza con manos temblorosas e introdujo todo en la maceta. Luego huyó, temeroso de la cólera del príncipe y pensando que lo consideraría responsable.


Al día siguiente, el príncipe regresó a palacio y fue directamente a su habitación, renovado por la estancia al aire libre y ansioso por ver a su amada. Pero, ¿qué fue lo que encontró? En el balcón estaba la macera del mirto, vacía excepto unos blancos fragmentos de hueso, las ramitas rotas y hojas marchitas del árbol del hada. Llamó, pero nadie contestó. Su corazón se heló y empezó a llorar.


Durante semanas el príncipe permaneció en su habitación, llorando a solas; pero mientras lloraba, algo curioso sucedía en el balcón. suaves lluvias bañaban los restos de las hojas y la corteza del mirto, que luego secaban los cálidos rayos del sol. Con el paso de los días la planta empezó a brotar. Primero fueron brotes de color verde, más tarde ramas delgada, luego otras más gruesas. Hasta que una mañana el mirto floreció por fin, y de él salió el hada, viva otra vez y con los cabellos dorados como rayos de sol.


Después de besarse y abrazarse el hada del mirto contó al príncipe lo sucedido. Éste decidió casarse inmediatamente con ella y comenzó a tramar una venganza para la ofensa. Esto fue lo que hizo.


La boda se celebró en el palacio bellamente engalanado y con un gran banquete, al que fue invitada toda la corte. Tras la celebración, el príncipe formuló una pregunta :

¿Cuál debe ser el castigo del hombre o la mujer que haga daño a la princesa?

- La horca- dijo un cortesano.

- La rueda - repuso otro.

Cuando llegó el turno a las amantes, su respuesta fue unánime :

- Alguien así debe ser arrojado a una mazmorra y dejado allí hasta consumirse y morir.

- Sea como habéis decretado - dijo el príncipe. Y ordenó que las encerraran, perdonando sólo a la más joven, que no había tomado más que un rizo de los cabellos de su esposa.



































Después de esto, el reino conoció los más felices y prósperos años bajo el reinado de los príncipes y más tarde de sus amados hijos.


Reinos fantásticos : Libro de Hadas y Elfos.







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