Angela Figuera Aymerich
(Bilbao, 30 de octubre de 1902 - Madrid, 2 de abril de 1984)
DONDE VEAS
Donde veas
que un muro con trabajo se construye
para quitar al hombre frío y miedo,
acércate y coloca unos ladrillos
calientes por el roce de tus manos.
Donde veas
que un labrador prepara el pan o el vino,
acércate y añade tu simiente,
y vierte en el lagar sangre y sonrisa.
Donde veas
que un hombre marcha solo, acaso ciego,
acércate y camina a su costado,
hombro con hombro, y en su nombre canta.
Donde veas
que un joven ríe y besa a una doncella
bajo la luna, el sol o el aguacero,
acércate en silencio y deja un trozo
de tu corazón tan sólo como ofrenda.
Donde veas
que un niño llora a solas o una madre que
se doble bajo el peso de los hijos,
acércate y ofrece fortaleza,
dales paz y cuida de la lumbre.
Donde veas
que el látigo o la espada se levantan,
que los fusiles amenazan muerte,
acércate y a pecho descubierto,
lanza un tremendo NO que salve al mundo.
REGRESO
Salió a sembrar. Salió de madrugada,
volvió al anochecido. Traía la simiente
intacta y una sombra de plomo le seguía.
Salió a sembrar. Dijeron que era tiempo
de regresar y unirse a la costumbre.
El era sólo un rudo campesino,
los ojos y la manos pegados a la tierra
y también la esperanza,
su pequeña esperanza, justo para ir tirando
de un año para otro, de cosecha a cosecha,
sudaba largamente. Deseaba la lluvia
o el sol, según los casos. Maldecía a menudo
y cantaba otras veces,
cuando el aire era dulce y obediente el ganado.
Un día vio en sus manos una dura culata,
vio el miedo, el odio, el asco calándole los huesos,
la carne troceada. El aire rojo
metiéndose debajo de sus párpados.
La furia repetida del acero y la pólvora.
La sangre despreciada.
Aquello era la guerra, le dijeron.
Luego otro día, le ordenaron, alto.
Volvió, pensó primero que era hermoso,
la paz debía ser como una aurora.
Un oloroso aceite derramado.
Un vino alegre dentro de las venas.
Volvió. Salió a sembrar de madrugada,
salió a sembrar. No pudo,
le faltaba el silencio.
Sus oídos, alerta
seguían escuchando los cañones,
la bruma del motor entre las nubes,
la piedra dividida en estallidos.
El lento gotear de las heridas.
y dejó solo el campo.
Y devolvió a sus arcas la simiente
Porque no había silencio.
Porque no había fe, ni existía el mañana.
Porque se había roto
el ritmo primitivo que movía sus manos.
CREO EN EL HOMBRE
Porque nací y parí con sangre y llanto;
porque de sangre y llanto soy y somos,
porque entre sangre y llanto canto y canta,
creo en el hombre.
Porque camina erguido por la tierra
llevando un cielo cruel sobre la frente
y el plomo del pecado en las rodillas,
creo en el hombre.
Porque ara y siembra sin comer el fruto
y forja el hierro con el hambre al lado
y bebe un vino que el sudor fermenta,
creo en el hombre.
Porque se ríe a diario entre los lobos
y abre ventanas para ver los pinos
y cruza el fuego y pisa los glaciares,
creo en el hombre.
Porque se arroja al agua más profunda
para extraer un náufrago, una perla,
un sueño, una verdad, un pez dorado,
creo en el hombre.
Porque sus manos torpes y mortales
saben acariciar una mejilla,
tocar el violín, mover la pluma,
coger un pajarillo sin que muera,
creo en el hombre.
Porque apoyó sus alas en el viento,
porque estampó en la luna su mensaje
porque gobierna el número y el átomo,
creo en el hombre.
Porque conserva un cajón secreto
una ramita, un rizo, una peonza
y un corazón de dulce sus letras,
creo en el hombre.
Porque se acuesta y duerme bajo el rayo
y ama y engendra al borde de la muerte
y alza a su hijo sobre los escombros
y cada noche espera que amanezca,
creo en el hombre.
Nadie sabe
Abre tus ojos anchos al asombro
cada mañana nueva y acompasa
en místico silencio tu latido
porque un día comienza su voluta
y nadie sabe nada de los días
que se nos dan y luego se deshacen
en polvo y sombra. Nadie sabe nada.
Pisa la tierra. Vierte la simiente.
Coge la flor y el fruto. Sin palabras.
Pues nadie sabe nada de la tierra
muda y fecunda que, en silencio, brota,
y nadie sabe nada de las flores
ni de los frutos ebrios de dulzura.
Mira la llamarada de los árboles
irguiéndose en lo azul. Contempla, toca
la piedra inmóvil de alma intraducible
y el agua sin contornos que camina
por sus trazados cauces ignorándolos.
Sueña sobre ellos. Sueña. Sin decirlo.
Pues nadie sabe nada de los árboles
ni de la piedra ni del agua en fuga.
Mira las aves, altas, desprendidas,
rayando el sol a golpe de sus alas.
Toma del aire el trino y el gorjeo,
pero no quieras traducir su ritmo,
pues nadie sabe nada de los pájaros.
Mira la estrella. Vuela hasta su altura.
Toma su luz y enciéndete la frente,
pero no inquieras su remoto arcano
pues nadie sabe nada de la estrella.
Besa los labios y los ojos. Goza
la carne del amante sazonada
secretamente para ti. Acomete
con decisión humilde la tarea
del imperioso instinto. Crece y ama.
Mas nada digas del tremendo rito
pues nadie sabe nada de los besos,
ni del amor ni del placer ni entiende
la ruda sacudida que nos pone
el hijo concluido entre los brazos.
Clama sin gritos. Llora sin estruendo.
Cierra las fauces del dolor oscuro,
pues nadie sabe nada de las lágrimas.
Vete a hurtadillas con discreto paso.
Traspasa quedamente la frontera,
pues nadie sabe nada de la muerte.
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