de Johannes Mario Simmel
En el cruce de la Währisngerstrasse con la Spitalgasse siempre hay jaleo. Un policía regula el tráfico con ayuda de un semáforo eléctrico, desde una pequeña cabina de madera blanca, y en las esquinas hay otros agentes que vigilan que nadie atraviese la calle cuando la luz está en rojo. Aquél es un verdadero cruce de gran ciudad por el que pasan tronando enormes camiones con remolque, tranvías haciendo sonar la campanilla dale que dale, motos que arman tal estruendo, que cualquiera diría, que les pagan por ello y jeeps multicolores que organizan carreras hasta el Instituto de Química. A veces no hay quien entienda sus propias palabras. En la isla para peatones, situada delante de la filiar de Meini, siempre hay obreros fatigados y sudorosos que esperan el autobús número 38 ó el 41. A su lado, preciosas damas lucen excitantes vestidos veraniegos. A veces, una pareja de enamorados se toma de la mano. Sin embargo, el cruce no resulta simpático.
A mí me carga bastante, desde que lo conozco. Aunque la luz esté verde me pone nervioso pasar por allí. Nunca se sabe sí de pronto, un camionazo virará hacia un lado ó que le ocurrirá al ciclista que sube por la Nussdofer Strasse. Ayer, por ejemplo, fue un día de esos.
Yo esperaba el tranvía delante del café Hause. El estómago se me encogió al ver el loco remolino de carros tirados por caballos, autobuses, camiones y motos que había armado allí.
Una señora ya anciana que, ajena a aquel barullo, se dirigía a la farmacia de la esquina, estuvo a punto de ser atropellada por el coche que repartía el hielo, y aún contempló con bonachona curiosidad el parachoques, cuando la camioneta se detuvo con un chirriante frenazo. El chófer soltó un reniego. Los autos que iban detrás se pusieron a tocar la bocina. Una ambulancia pasó el cruce a toda velocidad, cuando la luz estaba roja, con gran aullido de la sirena. Varios hombres corrieron tras un tranvía de la línea E2, que se les escapaba. Y el sol lucía que era un gusto. Era un día extrañamente precioso. La acera delante del café Hause es muy estrecha. Me abrí paso entre los transeúntes, poco a poco y apreté los dientes cuando, además, un bebe se puso a berrear.
Fue entonces cuando le vi.
Estaba apoyado en la pared y encendía su pipa. El hombre de quién hablo tendría unos treinta y cinco años, era alto, esbelto y se le veía bronceado. Vestía camisa blanca y pantalón de franela gris. Sus ojos claros asomaban bajo unas espesas cejas, y diríase que asomaba a ellos una sonrisa. Puedo equivocarme, pero esa fue mi impresión. La cuestión es que el hombre permanecía allá y encendía su pipa.
Por favor háganse cargo de la curiosa situación: en medio del espantoso tumulto de la calle, empujando de un lado a otro por los peatones y mientras cien pestilentes coches pasaban a toda prisa por delante de él, el desconocido encendía tan tranquilo su pipa. Con el hueco de la mano protegía la llama de la cerilla que ardía esparciendo su pequeño humo negro. En la esquina dos vendedores de periódicos se desgañitaban anunciando sus respectivas publicaciones. Un comerciante llenaba de cerezas un cucurucho que acababa de formar con un ejemplar viejo del diario Neves Österreich. Y el desconocido, fumando su pipa. Lanzaba redondas nubecillas de humo. Llevaba las manos en los bolsillos y aguarda¬ba a que la luz se pusiera verde, para dirigirse al otro lado de la Spitalgasse. A su lado apareció un viejo con un brazal amarillo. Su bastón golpeaba prudentemente el pavimento, tanteándolo.
Era ciego.
El desconocido le tomó de la mano, dijo algo que no entendí y, con todo cuidado, condujo al invidente al otro lado de la calle.
Les seguí. Junto a la cabina telefónica, una muchacha vendía flores. El desconocido le compró gladiolos rojos. Un ramo entero. Apartó la pipa de su boca, los olió y sonrió contento. Creo que le dio cincuenta Groschen de más, porque cuando yo pasaba por su lado la florista decía:
- ¡Gracias, herr barón!
Lo que entonces sucedió, no deja de ser sorprendente, seguí al desconocido cuando, a lo largo del parque, enfiló el camino de la Alserstrasse. No sé porque lo hice, la verdad, porque tenía trabajo. Además hacía calor. ¡Que el diablo se me lleve si sé por qué fui detrás de aquel hombre!. ni le conocía, ni había hablado nunca con él. Sin embargo, me resultaba extraordinariamente simpático. ¿Entienden? Así continuamos por la Spitalgasse: él con los gladiolos, y yo diez pasos detrás de él. No había notado que le seguía.
De pronto apareció, corriendo en contradirección, un chiquillo pequeño y sucio. Sus torcidas piernecitas se retrasaron en relación con el cuerpo, gritó "¡Hurra...!" de contento y naturalmente fue a parar al suelo. Los niños pequeños siempre acaban en el suelo, cuando corren y saltan de contentos. Y éste se cayó delante mismo del desconocido. Cayó de narices, se produjo una desolladura en el codo izquierdo y también en la rodilla. La herida de la pierna era bastante considerable, porque sangraba de lo lindo. De momento el niño se asustó demasiado para llorar. Pero no tardo en reaccionar, recobró la voz y empezó a chillar como si le estuviesen matando. Miraba su rodilla con ojos muy abiertos, sollozaba, gemía, se atragantaba y por poco se ahoga con sus propias lágrimas.
El desconocido me miró y dijo:
- Sostenga la flores, por favor.
Entonces introdujo la mano en un bolsillo, extrajo una barrita de chocolate y se la dio al chico herido.
- Toma esto, hijo. Y no llores más - le consoló - No es nada de importancia.
El chiquillo tragó saliva, suspiró, mordió un trozo de chocolate y esbozó una sonrisa heroica mientras el hombre le vendaba la rodilla con su propio pañuelo.
Seguidamente, el desconocido alzó al pequeño en brazos y se volvió hacia mí. De la pierna del niño goteaba la sangre, que manchaba su pantalón. El hombre cruzó la calle en dirección al Hospital General. Yo fui detrás de él, con las flores. El desconocido se detuvo en la portería.
- Espéreme aquí, por favor - me dijo - No tardaré en salir.
Su voz era profundamente grave.
Aguardé diez minutos. Aguardé veinte. Al cabo de una hora, decidí entrar en busca de ambos. Me guié por las manchas de sangre que conducían al servicio de Urgencias. El niño estaba sentado en una silla comiendo chocolate. Tenía la rodilla muy bien vendada. Le pregunté por aquel señor. El chiquillo no sabía a dónde había ido. Pregunté luego a una enfermera, que a su vez preguntó a otra por el desconocido. Y está preguntó al médico de turno. Nadie supo decirme que había sido de él.
Acabé por marcharme con los gladiolos. Los tengo en un jarrón sobre la mesa, mientras escribo estas líneas. No volví a ver al desconocido de la pipa y los ojos sonrientes. Pero sigo pensando en él.
Me gustaría saber qué es lo que hacía, ayer Dios en la Spitalgasse.
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